4 abr 2011

La corta segunda vida de Bree Tanner: Parte IV - Final



-Niña -dijo Carlisle-, ¿te rendirías a nosotros? Si no intentas hacernos daño, te prometemos que nosotros tampoco te lo haremos a ti.

Y yo le creía.

-Sí -susurré-. Sí, me rindo. No quiero herir a nadie.

Extendió su mano de un modo alentador.

-Ven, pequeña. Reagruparemos a nuestra familia en un momento, y luego te haremos algunas pregun­tas. Si respondes con honestidad, no tendrás nada que temer.

Me puse en pie lentamente, sin hacer ningún movi­miento que se pudiera considerar amenazador. -¿Carlisle? -llamó una voz masculina.

Y entonces se unió a nosotros otro vampiro con los ojos amarillos. En cuanto lo vi, se desvaneció cualquier tipo de seguridad que había sentido con aquellos ex­traños.

Era rubio, como el primero, pero más alto y delga­do. Tenía la piel totalmente cubierta de cicatrices, me­nos espaciadas en la zona del cuello y de la mandíbula. Algunas de las marcas pequeñas que tenía en el brazo eran recientes, pero el resto no eran de la refriega de hoy. Había estado en más combates de los que me podía imaginar, y nunca había perdido. Sus ojos color miel refulgieron y su postura rezumó la violencia apenas con­tenida de un león furioso.

En cuanto me vio, se encorvó para saltar.

-Jasper! -le advirtió Carlisle.

Jasper se irguió un tanto y clavó en Carlisle sus ojos exageradamente abiertos.

-¿Qué está pasando aquí?

-No quiere luchar, se ha rendido.

El vampiro de las cicatrices frunció el ceño, y sentí una repentina e inesperada ola de frustración a pesar de no tener ni idea de qué era lo que me frustraba.

-Carlisle, yo... -vaciló Jasper, y prosiguió-: Lo sien­to, pero eso no es posible. No podemos permitir que los Vulturis nos relacionen con ninguno de estos neófitos cuando lleguen. ¿Te das cuenta del riesgo que eso su­pondría para nosotros?

No comprendía con exactitud aquellas palabras, pe­ro capté lo suficiente. Quería matarme.

-Jasper, es sólo una niña -protestó la mujer-. ¡No podemos matarla a sangre fría, sin más!

Resultaba extraño oírla hablar como si ambas fuéra­mos humanas, como si el asesinato fuese algo malo, al­go evitable.

-Esme, lo que está en peligro aquí es nuestra fami­lia. No podemos permitirnos el lujo de hacerles pensar que hemos roto esta norma.

La mujer, Esme, caminó hasta situarse entre el que quería matarme y yo. De un modo inaudito, me dio la espalda.

-No. No lo consentiré.

Carlisle me lanzó una mirada inquieta. Noté que aquella mujer le importaba muchísimo. Yo habría mirado igual a cualquiera que se hallase a la espalda de Die­go. Intenté mostrarme tan dócil como me sentía.

-Jasper, creo que tenemos que arriesgarnos -dijo Carlisle con lentitud-. Nosotros no somos los Vulturis. Seguimos sus normas, pero no disponemos de las vidas de los demás a la ligera. Nos explicaremos.

-Podrían pensar que hemos creado nuestros pro­pios neófitos para defendernos.

-Pero no lo hemos hecho. Y aun así, de haberlo he­cho, aquí no se ha producido ninguna indiscreción, só­lo en Seattle. No hay ninguna ley contra la creación de vampiros siempre que los controles.

-Es demasiado peligroso.

Carlisle tocó a Jasper en el hombro para tantearle.

-Jasper, no podemos matar a esta niña.

Jasper le puso mala cara al hombre de la mirada amable y, de repente, sentí que me enfadaba. El no iba a hacer daño al vampiro agradable ni a la mujer que amaba, sin duda. Suspiró, y supe que todo iba bien. Mi ira se esfumó.

-Esto no me gusta -dijo, pero ya estaba más calma­do-. Dejad al menos que yo me haga cargo de ella. Vo­sotros dos no sabéis cómo manejar a alguien que ha es­tado tanto tiempo fuera de control.

-Por supuesto, Jasper -concedió la mujer-. Pero sé amable.

Jasper puso los ojos en blanco.

-Tenemos que unirnos a los demás. Alice ha dicho que no disponemos de mucho tiempo.

Carlisle asintió, le ofreció su mano a Esme, se diri­gieron de vuelta al claro y dejaron atrás a Jasper.

-Eh, tú -me dijo Jasper, de nuevo con acritud-. Ven con nosotros. No hagas un movimiento en falso o acabo contigo.

Volví a sentir ira cuando me fulminó con la mirada, y una pequeña parte de mí quiso rugirle y enseñarle los dientes, pero me dio la sensación de que ésa era justo la excusa que él estaba buscando.

Jasper se detuvo, como si se le acabase de ocurrir algo.

-Cierra los ojos -me ordenó. Yo vacilé. ¿Había deci­dido matarme después de todo?-. ¡Hazlo!

Apreté los dientes y cerré los ojos. Me sentí el doble de indefensa que antes.

-Sigue el sonido de mi voz y no abras los ojos. Ábrelos y estás perdida, ¿lo pillas?

Asentí y me pregunté qué sería lo que no quería que viese. Sentí un cierto alivio de que se preocupase por proteger un secreto. No había razón para hacerlo si es que pretendía matarme sin más.

-Por aquí.

Fui caminando lentamente detrás de él, con cuida­do de no proporcionarle excusas. Fue considerado en la forma en que me guió; al menos no hizo que me die­ra contra un árbol. Percibí como cambió el sonido cuan­do salimos a cielo abierto; la sensación del viento era también distinta, y el olor de mi aquelarre ardiendo era más intenso. Podía sentir el calor del sol en la cara, y el interior de mis párpados se volvió más luminoso cuando empecé a brillar.

Me condujo cada vez más cerca del amortiguado crepitar de las llamas, tan cerca que pude sentir como el humo acariciaba mi piel. Era consciente de que me po­día haber matado en cualquier momento, pero la pro­ximidad del fuego seguía poniéndome nerviosa.

-Siéntate aquí. Los ojos cerrados.

El suelo estaba templado por el sol y el fuego. Me quedé muy quieta e intenté concentrarme en parecer inofensiva, pero sentía su fulminante mirada sobre mí y eso me inquietaba. Aunque no odiaba a aquellos vampi­ros -de verdad creía que se estaban defendiendo-, sen­tí unos extrañísimos indicios de ira, prácticamente fue­ra de mí, como si se tratase de algún eco remanente del combate que acababa de tener lugar.

No obstante, la ira no hizo que me volviese estúpi­da, porque estaba demasiado triste, afligida en lo más hondo de mi ser. Diego estaba siempre en mis pensa­mientos, y no podía dejar de darle vueltas a cómo ha­bría muerto.

Tenía la certeza de que era imposible que Diego le hubiera contado a Riley de forma voluntaria nuestros secretos: unos secretos que me habían dado motivos para confiar en Riley lo justo hasta que ya fue demasia­do tarde. Volví a ver el rostro de Riley en mi imagina­ción, aquella expresión fría, suave, que había adoptado cuando nos amenazó con castigar a aquel que no se com­portase. Volví a oír su macabra y curiosamente deta­llada descripción: «Cuando os lleve ante ella y os sujete mientras os arranca las piernas y después, despacio, muy despacio, os quema los dedos de las manos, las ore­jas, los labios, la lengua y cualquier otro apéndice su­perficial uno por uno».

Ahora me daba cuenta de que había estado escu­chando la descripción de la muerte de Diego.

Aquella noche había tenido la certeza de que algo había cambiado en Riley. Matar a Diego fue lo que cam­bió a Riley, lo endureció. Sólo me creía una de las cosas que Riley me hubo contado jamás: él valoraba a Diego mucho más que a ninguno de nosotros. Incluso le apre­ciaba. Y aun así presenció cómo nuestra creadora le tor­turaba. Riley sin duda había colaborado, había matado a Diego con ella.

Me pregunté cuánto dolor sería necesario para lo­grar que yo traicionase a Diego. Me imagine que haría falta mucho. Y tuve la seguridad de que había hecho fal­ta la misma cantidad, como mínimo, para lograr que Diego me traicionase a mí.

Sentí náuseas. Deseaba cuanto antes quitarme de la cabeza la imagen de Diego agonizando entre gritos, pe­ro no desaparecía.

Y entonces se produjo un griterío en el claro.

Mis párpados titubearon, pero Jasper me gruñó fu­rioso, y los apreté de golpe. No había visto nada excep­to el denso humo de color azul lavanda.

Oí gritos y un aullido extraño, salvaje. Sonó muy al­to, y a continuación muchos más. No fui capaz de ima­ginar cómo había de contorsionarse un rostro para ge­nerar tal ruido, y el desconocimiento convertía el sonido en algo más aterrador si cabe. Aquel clan de los ojos amarillos era muy diferente de todos nosotros. O de mí, supongo, ya que era la única que quedaba. A estas altu­ras, ya hacía rato que Riley y nuestra creadora habían echado a volar.

Oí como llamaban a gritos a algunos nombres: Ja­cob, Leah, Sam. Había una gran cantidad de voces distin­tas, a pesar de que los aullidos proseguían. Estaba claro que Riley también nos había mentido acerca del núme­ro de vampiros que había allí.

El sonido de los aullidos fue disminuyendo hasta convertirse en sólo una voz, un alarido inhumano y agó­nico que me hacía apretar los dientes. Pude ver con cla­ridad el rostro de Diego en mi imaginación, y el sonido era como si él gritase.

Oí la voz de Carlisle que hablaba por encima de las demás voces y del aullido. Rogaba que le dejasen ver algo.

-Por favor, dejadme echar un vistazo. Dejadme ayu­daros, por favor.

No oí que nadie discutiese con él, pero por alguna razón, el tono de su voz daba a entender que tenía las de perder en la disputa.

Y entonces el alarido alcanzó una nueva cota de es­tridencia, y Carlisle dijo un repentino «gracias» en un tono cargado de sentimiento. Bajo el alarido se oía mu­cho movimiento, el de muchos cuerpos. Muchos pasos corpulentos que se acercaban.

Escuché con mayor atención y oí algo inesperado e imposible. Junto con una respiración muy profunda -y en mi aquelarre nunca había oído a nadie respirar así-, el sonido de docenas de martilleos pronunciados. Ca­si como... los latidos de un corazón; aunque no un co­razón humano, sin duda. Conocía muy bien ese sonido en particular. Me esforcé en olisquear, pero el viento so­plaba en la dirección opuesta, y sólo pude oler el humo.

Sin el previo aviso de ningún sonido, algo me tocó y me presionó con fuerza a ambos lados de la cabeza.

Abrí los ojos presa del pánico al tiempo que sacudí la cabeza hacia arriba en un intento por zafarme de la sujeción, y de inmediato me encontré con la mirada de advertencia de Jasper, a cinco centímetros de mi cara.

-Basta -me dijo con brusquedad y de un empujón me volvió a sentar en el suelo. Sólo podía oírle a él y me di cuenta de que eran sus manos las que me estaban presionando con fuerza la cabeza, me tapaban los oídos por completo—. Cierra los ojos -me volvió a ordenar, probablemente a un volumen normal, pero para mí no fue más que un susurro.

Me esforcé en calmarme y en volver a cerrar los ojos. Había cosas que no querían que oyese, tampoco. Podía vivir con eso, si es que significaba que podría vivir.

Por un instante se me apareció el rostro de Fred contra mis párpados. Dijo que iba a esperarme un día. Me preguntaba si mantendría su palabra. Ojalá hubiera podido contarle la verdad sobre el clan de los ojos ama­rillos y cuánto más parecía haber allí que nosotros des­conocíamos. Todo un mundo del que nada sabíamos, en realidad.

Qué interesante sería explorar ese mundo, en parti­cular con alguien que me podía hacer invisible y poner­me a salvo.

Pero Diego se había ido, no vendría conmigo a bus­car a Fred. Eso hacía que imaginarme el futuro me re­sultase casi repugnante.

Aún podía oír algo de lo que estaba pasando, pero sólo los aullidos y unas pocas voces. Fueran lo que fuesen aquellos martilleos extraños, estaban ahora demasiado amortiguados como para que los pudiese examinar.

Unos pocos minutos más tarde, distinguí algunas pa­labras, cuando Carlisle dijo:

-Tenéis que... -por un instante bajó demasiado la voz, y después- de aquí ahora. Si pudiéramos, os ayuda­ríamos, pero no podemos marcharnos.

Se produjo un gruñido, aunque, por extraño que pareciese, no era amenazador.

El alarido se convirtió en un quejido lejano y desapareció lentamente, como si se estuviese alejando de mí.

Luego vino el silencio durante unos pocos minutos. Oí unas cuantas voces hablando en un volumen muy bajo, Carlisle y Esme entre ellas, y también otras que no conocía. Ojalá fuese capaz de oler algo. La combinación de estar a ciegas con el sonido amortiguado me obliga­ba a esforzarme por conseguir alguna información pro­cedente de mis sentidos, pero todo cuanto podía oler era el horrible dulzor del humo.

Hubo una voz, más aguda y más clara que las demás, que pude oír casi con facilidad.

-Otros cinco minutos -oí decir a quienquiera que fuese, pero estaba segura de que se trataba de una chi­ca-. Bella abrirá los ojos dentro de treinta y siete segun­dos. No tengo duda alguna de que ya nos escucha.

Intenté comprenderlo. ¿Estaban obligando a alguien más a mantener los ojos cerrados? ¿Creía ella que yo me llamaba Bella? No le había dicho a nadie cómo me lla­maba. Volví a hacer un esfuerzo por oler algo.

Más murmullos. Pensé que una voz sonó fuera de tono, pero no pude reconocerla en absoluto. De todas formas, no podía estar segura con las manos de Jasper tan afianzadas sobre mis oídos.

-Tres minutos -dijo la voz aguda y clara.

Jasper apartó las manos de mis oídos.

-Será mejor que abras los ojos -me dijo desde unos pasos de distancia.

Me asustó el modo en que lo dijo. Miré rápidamen­te a mí alrededor en busca del peligro que se adivinaba en su voz.

Todo mi campo de visión estaba obstaculizado por el humo oscuro. Jasper fruncía el ceño muy cerca de mí. Apretaba los dientes y me observaba con una expre­sión casi... aterrorizada. No como si me tuviese miedo a mí, sino como si lo tuviese debido a mí. Me acordé de lo que él había dicho antes, aquello de que yo les pondría en peligro con algo llamado Vulturis. Me pregunté qué serían estos Vulturis. No era capaz de imaginarme nada a lo que este vampiro, peligroso y lleno de cicatrices, tu­viese miedo.

Detrás de Jasper, cuatro vampiros se distribuían en una línea irregular, dándome la espalda. Uno era Esme, con ella había una mujer alta y rubia, una chica menu­da con el pelo negro y un vampiro con el pelo oscuro, tan grande que daba miedo sólo de mirarlo; era el mis­mo a quien yo había visto matar a Kevin. Me imaginé por un momento a aquel vampiro agarrando a Raoul. Resultaba una imagen extrañamente agradable.

Había otros tres vampiros detrás del corpulento pe­ro, con él en medio, no podía ver con claridad lo que hacían. Carlisle se encontraba de rodillas en el suelo y, junto a él, había otro con el pelo rojizo y oscuro. Había otra silueta tumbada en el suelo, pero no podía ver mu­cho de ésta, sólo unos vaqueros y unas pequeñas botas marrones. O bien se trataba de una chica, o bien de un muchacho joven. Me pregunté si estarían recomponien­do a aquel vampiro.

De manera que había un total de ocho con los ojos amarillos, además de todos aquellos aullidos de antes, fueran el extraño tipo de vampiros que fuesen; había percibido ocho voces diferentes más. Dieciséis, tal vez más. Más del doble de lo que Riley nos había dicho que nos encontraríamos.

Me sorprendí a mí misma con el fiero deseo de que aquellos vampiros de las capas oscuras atrapasen a Riley y le hiciesen sufrir.

El vampiro del suelo comenzó a ponerse lentamen­te en pie; se movía sin elegancia ninguna, casi como si fuera un torpe humano.

La brisa cambió y sopló de forma que el humo nos envolvió a Jasper y a mí. Por un momento, todo fue in­visible excepto él. Aunque ya no estaba tan a ciegas co­mo antes, de repente me sentí mucho más inquieta por algún motivo. Fue como si pudiera sentir la ansiedad que emanaba del vampiro que estaba a mi lado.

En un segundo volvió a cambiar la leve ráfaga de viento y pude ver y oler todo.

Jasper me siseó furioso y me empujó de nuevo para tirarme al suelo de mi postura en cuclillas.

Era ella... La humana a la que había ido a cazar ape­nas unos minutos antes. El olor en el que todo mi cuer­po se había concentrado. El dulce y húmedo olor de la sangre más deliciosa que jamás había rastreado. Era como si me ardiesen la boca y la garganta.

Intenté aferrarme como pude a mi racionalidad -concentrarme en el hecho de que Jasper estaba ahí es­perando a que volviese a saltar para poder matarme-, pero sólo una parte de mí era capaz de hacerlo. Al in­tentar quedarme donde estaba me sentía como si estu­viese a punto de partirme por la mitad.

La humana de nombre Bella me miró fijamente con unos aturdidos ojos pardos. Mirarla hizo que empeora­se la sensación de sed que me atenazaba. A través de su fina piel podía ver el fluir de su sangre. Intenté mirar a cualquier otro sitio, pero mis ojos acababan girando para regresar a ella. Entonces el pelirrojo se dirigió a ella en un tono muy bajo de voz.

-Se rindió. Nunca antes había visto algo semejan­te. Sólo a Carlisle se le ocurriría la oferta. Jasper no lo aprueba.

Carlisle se lo tuvo que haber contado cuando yo te­nía los oídos tapados.

Aquel vampiro rodeaba a la chica humana con am­bos brazos, y ella tenía las dos manos apretadas contra el pecho de él y la garganta a escasos centímetros de su boca, pero no parecía tenerle miedo en absoluto. Y él tampoco tenía aspecto de estar de caza. Había intenta­do hacerme a la idea de un aquelarre que apreciase a un humano, pero esto ni siquiera se acercaba a lo que yo había imaginado. De haber sido ella un vampiro, ha­bría dado por supuesto que estaban juntos.

-¿Le pasa algo a Jasper? -susurró la humana.

-Está bien, pero le escuece el veneno -contestó.

-¿Le han mordido? -preguntó, como si le horrori­zase la idea.

¿Quién era esa chica? ¿Por qué le permitían los vam­piros estar con ellos? ¿Por qué no la habían matado aún? Era como si ella formase parte de este mundo y, sin embargo, no entendía su realidad. Por supuesto que habían mordido a Jasper. Acababa de combatir -y de destruir- a todo mi aquelarre. ¿Sabría esta chica siquie­ra lo que éramos?

¡Agh, el ardor en mi garganta era inaguantable! In­tenté no pensar en aplacarlo con su sangre, ¡pero el viento me traía su olor directo a la cara! Era demasiado tarde para no perder la cabeza: había olido a la presa que estaba rastreando, y ya nada podía cambiar eso.

-Pretendía estar en todas partes al mismo tiempo -le dijo el pelirrojo a la humana-, sobre todo para ase­gurarse de que Alice no tenía nada que hacer. -Hizo un gesto negativo con la cabeza al tiempo que miraba a la chica menuda del pelo negro-. Ella no necesita la ayu­da de nadie.

La vampira llamada Alice lanzó una mirada a Jasper.

-Tontorrón sobreprotector -le dijo con su tono agu­do y claro de voz.

Jasper le devolvió la mirada con una media sonrisa y el aspecto de haberse olvidado de mi existencia por un segundo.

Apenas era capaz de combatir el instinto que quería que utilizase ese lapsus y me abalanzase sobre la chica humana. Sería cuestión de menos de un instante y su cá­lida sangre -sangre que podía oír cómo bombeaba su co­razón- aplacaría el ardor. Estaba tan cerca...

El vampiro con el pelo rojizo y oscuro lanzó sus ojos sobre los míos con un aviso feroz en la mirada, y fui consciente de que moriría si me lanzaba a por la chica, pero la agonía que dominaba mi garganta ya me hacía sentir que moriría igualmente si no lo hacía. Me dolía tanto que solté un aullido de frustración.

Jasper me gruñó, e intenté no moverme a pesar de que me sentía como si el olor de aquella sangre fuese una mano gigantesca que tirase de mí y me levantase del suelo. Jamás había intentado evitar alimentarme una vez entregada a una caza. Escarbé con las manos en el suelo en busca de algo a lo que agarrarme, pero no encontré nada. Jasper se apostó en guardia y, aun consciente de hallarme a dos segundos de la muerte, no me veía capaz de canalizar mis pensamientos dominados por la sed.

Y entonces Carlisle apareció allí, con la mano so­bre el hombro de Jasper. Me miró con sus ojos amables, tranquilos.

-¿Has cambiado de idea, jovencita? -me preguntó-. No tenemos especial interés en acabar contigo, pero lo haremos si no eres capaz de controlarte.

-¿Cómo podéis soportarlo? -le pregunté casi en to­no de súplica. ¿Es que él no sentía aquel ardor?-. La quiero.

La miré fijamente en el desesperado deseo de que se desvaneciese la distancia entre nosotras. Arañé inútil­mente el suelo rocoso con los dedos.

-Debes refrenarte -dijo Carlisle con solemnidad-. Debes ejercitar tu autocontrol. Es posible y es lo único que ahora puede salvarte.

Si ser capaz de tolerar a la humana del modo en que lo hacían estos vampiros extraños era mi única esperan­za de sobrevivir, entonces ya estaba condenada. No po­día aguantar el fuego. Y además, en lo referente a la su­pervivencia, mi mente estaba dividida. No quería morir, no deseaba el dolor, pero ¿qué sentido tenía vivir? Los demás habían muerto. Diego llevaba días muerto.

Tenía su nombre en la punta de la lengua. Mis la­bios casi lo pronunciaron en voz alta. En cambio, mis manos se aferraron a mi cabeza e intenté pensar en algo que no me doliese. Ni en la chica ni en Diego. No fun­cionó demasiado bien.

-¿No deberíamos alejarnos de ella? -susurró la hu­mana.

Aquello me desconcentró. Mis ojos se volvieron a clavar en Bella. Qué fina y tersa era su piel. Podía verle el pulso en el cuello.

-Tenemos que permanecer aquí -dijo el vampiro del que estaba colgada la chica-. Ellos están a punto de entrar en el claro por el lado norte.

¿Ellos? Miré al norte, pero no había nada allí ex­cepto humo. ¿Se refería a Riley y a mi creadora? Sentí un nuevo escalofrío de pánico seguido de un pequeño vuelco de esperanza. No había forma de que ni ella ni Riley plantasen cara a estos vampiros que habían mata­do a tantos de nosotros, ¿verdad que no? Aunque se hu­biesen marchado los de los aullidos, Jasper tenía pinta de bastarse él solo para enfrentarse a ellos dos.

¿O se refería a los misteriosos Vulturis?

El viento volvió a traer el olor de la chica hacia mi rostro, y mis pensamientos se dispersaron. La observé, sedienta.

La chica me sostuvo la mirada, pero su expresión fue muy distinta de como tenía que haber sido. A pesar de sentir que tenía el labio retraído sobre los dientes, a pesar de que estaba temblando por el esfuerzo de repri­mirme y no lanzarme sobre ella, la humana no parecía tenerme miedo. En cambio, parecía fascinada. Tenía prácticamente el aspecto de querer hablar conmigo: co­mo si tuviera una pregunta que deseara que le respon­diese.

Carlisle y Jasper comenzaron entonces a apartarse del fuego -y de mí- y a cerrar filas con los demás y con la humana. Todos ellos tenían el aspecto de estar miran­do más allá del humo, de manera que, fuera lo que fue­se lo que les asustaba, se encontraba más cerca de mí que de ellos. Me aproximé más al humo a pesar de las llamas cercanas. ¿Debería salir corriendo? ¿Estaban lo suficientemente distraídos como para que me pudiese escapar? ¿Adonde iría? ¿A buscar a Fred? ¿Por mi cuen­ta? ¿A buscar a Riley y a hacerle pagar por lo que le ha­bía hecho a Diego?

Mientras yo vacilaba bajo el efecto hipnótico de aquella última idea, el momento pasó. Oí movimiento al norte y vi que estaba atrapada entre el clan de los ojos amarillos y lo que fuera que se acercase.

-Aja-dijo una voz carente de inflexión desde detrás del humo.

Bastó esa única palabra para que supiese quién era sin posibilidad de error y, de no haberme quedado pe­trificada, congelada por el terror inconsciente, habría salido pitando.

Eran los encapuchados.

¿Qué significaba aquello? ¿Iba a estallar otra gue­rra? Sabía que los vampiros de las capas oscuras desea­ban el éxito de mi creadora a la hora de destruir al clan de los ojos amarillos. Estaba claro que mi creadora ha­bía fracasado. ¿Significaba eso que la matarían? ¿O ma­tarían en cambio a Carlisle, a Esme y a los demás pre­sentes? De haber dependido de mí la decisión, tenía muy claro a quién querría ver muerta, y no era a mis captores precisamente.

Los vampiros de las capas oscuras atravesaron el va­por de un modo fantasmal para quedarse frente al clan de los ojos amarillos. Ninguno de ellos volvió la mirada hacia mí. Permanecí absolutamente inmóvil.

Eran sólo cuatro, como la última vez, pero no supo­nía una gran diferencia que los vampiros de los ojos amarillos fueran siete. Estaba claro que éstos recelaban de los encapuchados tanto como Riley y mi creadora. Había mucho más bajo aquellas capas de lo que veían mis ojos, pero sin duda podía sentirlo. Éstos eran los ver­dugos y a ellos no se les derrotaba.

-Bienvenida, Jane -dijo el que abrazaba a la humana.

Se conocían, pero la voz del pelirrojo no era amisto­sa, aunque tampoco débil ni con las ansias de agradar­les de la de Riley, ni con el terror furioso presente en la de mi creadora. Su voz era simplemente fría, educada y nada sorprendida. ¿Así que estos de las capas oscuras eran los Vulturis?

La pequeña vampira que iba al frente del grupo de las túnicas -Jane, al parecer- examinó con pausa a los sie­te vampiros de los ojos amarillos y a la humana, y, final­mente, volvió la cabeza hacia mí. Por primera vez le vi la cara. Era más joven que yo, pero también mucho ma­yor, supuse. Sus ojos poseían el tono aterciopelado de las rosas de color burdeos. Consciente de que era dema­siado tarde para pasar desapercibida, bajé la cabeza y me la cubrí con ambas manos. Tal vez, si quedase patente que no quería luchar, Jane me tratase como lo había he­cho Carlisle. Aunque no albergaba muchas esperanzas.

-No lo comprendo.

La anodina voz de Jane delató un ligero tinte de mo­lestia.

-Se ha rendido -le explicó el pelirrojo.

-¿Rendido? -le preguntó Jane de forma brusca.

Levanté la vista y vi a los vampiros de las túnicas os­curas intercambiar miradas. El pelirrojo afirmó que nunca había visto a nadie rendirse. Quizás estos de las túnicas tampoco.

-Carlisle le dio esa opción -dijo el pelirrojo, que pa­recía ser el portavoz de los vampiros de los ojos amari­llos, aunque pensé que Carlisle sería el líder del clan.

-No hay opciones para quienes quebrantan las reglas -dijo Jane con su voz carente de inflexión de nuevo.

Se me helaron los huesos, pero dejé de sentir páni­co. Qué inevitable parecía todo ya.

Carlisle respondió a Jane en un tono de voz suave.

-Está en vuestras manos. No vi necesario aniquilarla en tanto se mostró voluntariamente dispuesta a dejar de atacarnos. Nadie le ha enseñado las reglas.

Aunque sus palabras eran neutrales, llegué práctica­mente a pensar que estaba intercediendo por mí. Pero, tal como él mismo había dicho, mi destino no depen­día de él.

-Eso es irrelevante -confirmó Jane. -Como desees.

Jane se quedó mirando fijamente a Carlisle con un semblante que reflejaba confusión y frustración a par­tes iguales. Hizo un gesto negativo con la cabeza, y su rostro se tornó de nuevo inescrutable.

-Aro deseaba que llegáramos tan al oeste para verte, Carlisle -dijo Jane-. Te envía saludos.

-Os agradecería que le transmitierais a él los míos -respondió él.

Jane sonrió.

-Por supuesto -dijo y sus ojos se volvieron de nuevo hacia mí. Las comisuras de sus labios aún conservaban una ligera sonrisa-. Parece que hoy habéis hecho nues­tro trabajo... Bueno, casi todo. Sólo por curiosidad pro­fesional, ¿cuántos eran? Ocasionaron una buena olea­da de destrucción en Seattle.

Hablaba de un trabajo y de cuestiones profesiona­les. Había acertado entonces: el castigo era su profe­sión. Y si había alguien que ejecutaba el castigo, entonces tenía que haber normas. Carlisle había dicho antes: «Seguimos sus normas», y también: «No hay ninguna ley contra la creación de vampiros siempre que los con­troles». Riley y mi creadora estaban asustados, pero no exactamente sorprendidos ante la llegada de los enca­puchados, estos Vulturis. Eran conscientes de las leyes y sabían que las estaban quebrantando. ¿Por qué no nos lo habían dicho a nosotros? Y había más Vulturis aparte de estos cuatro, alguien que se llamaba Aro y es proba­ble que muchos más. Tenía que haber muchos para que todo el mundo los temiese tanto.

Carlisle respondió a la pregunta de Jane.

-Dieciocho, contándola a ella.

Se produjo un murmullo apenas audible entre los cuatro vampiros de las capas oscuras.

-¿Dieciocho? –repitió Jane con un asomo de sorpre­sa en su voz.

Nuestra creadora nunca le contó a Jane cuántos de nosotros había hecho. ¿Estaba Jane realmente sorpren­dida, o sólo lo estaba fingiendo?

-Todos recién salidos del horno -contestó Carlisle-. Ninguno estaba cualificado.

Ni cualificado ni informado, gracias a Riley. Empe­zaba a tener una idea de cómo nos veían estos vampiros tan mayores. «Neófita», me había llamado Jasper. Re­cién nacida, como un bebé.

-¿Ninguno? -La voz de Jane se endureció-. Enton­ces, ¿quién los creó?

Como si no se conociesen ya. Esta Jane era una men­tirosa aún mayor que Riley, y se le daba mucho mejor que a él.

-Se llamaba Victoria -respondió el pelirrojo.

¿Cómo podía él saberlo cuando ni siquiera yo lo sa­bía? Recordé que Riley nos había dicho que uno de ellos podía leer la mente. ¿Era así como se enteraban de to­do? ¿O se trataba de otra de las mentiras de Riley?

-¿Se llamaba?-preguntó Jane.

El pelirrojo señaló en dirección este con un movi­miento de la cabeza. Levanté la vista y vi una densa nube de humo de color lila que ascendía desde la lade­ra de la montaña.

Se llamaba. Sentí un placer similar al que me había producido imaginarme al vampiro corpulento descuar­tizando a Raoul. Sólo que mucho, mucho mayor.

-La tal Victoria... -preguntó Jane lentamente-. ¿Se contabiliza aparte de estos dieciocho?

-Sí -le confirmó el pelirrojo-. Iba en compañía de otro vampiro, que no era tan joven como esta de aquí, pero no tendría más de un año.

Riley. Mi inmenso placer se intensificó. Si yo mo­ría... vale, cuando muriese hoy, no me dejaría ese cabo suelto al menos. Diego había sido vengado. Casi esbocé una sonrisa.

-Veinte -susurró Jane. O bien aquello era más de lo que esperaba, o bien era una actriz de narices-. ¿Quién acabó con la creadora?

-Yo -dijo el pelirrojo con frialdad.

Fuera quien fuese este vampiro, ya llevase consigo a su humana del alma o no, se contaba a partir de ahora entre mis mejores amigos. Aunque fuese él quien aca­base matándome hoy, aún seguiría en deuda con él.

Jane se volvió hacia mí y me miró con los ojos entre­cerrados.

-Eh, tú -me gruñó-, ¿cómo te llamas? Según ella, yo ya estaba muerta, así que, ¿por qué iba a darle a esta embustera nada de lo que quisiese? Me limité a mirarla desafiante.

Jane me sonrió. La luminosa y alegre sonrisa de un niño inocente y, de forma súbita, sentí que me quemaba. Fue como si hubiese retrocedido en el tiempo hasta la peor noche de mi vida. El fuego recorría cada vena de mi cuerpo, se apoderaba de cada centímetro de mi piel, roía todos y cada uno de mis huesos hasta la médu­la. Era como si me hubiesen enterrado viva en la pira funeraria de mi propio aquelarre, envuelta en llamas. Hasta la última célula de mi cuerpo refulgía en la peor agonía imaginable. El dolor en los oídos me impedía prácticamente oír mis propios gritos.

-¿Cómo te llamas? -volvió a preguntar Jane, y en cuanto habló, el fuego desapareció.

Así, por las buenas, como si sólo hubieran sido ima­ginaciones mías.

-Bree -dije tan rápido como pude y entre jadeos aunque el dolor ya no estaba presente.

Jane volvió a sonreír y el fuego se apoderó de todo. ¿Cuánto dolor sería necesario para causarme la muer­te? Me pareció que los gritos ya no surgían de mi inte­rior. ¿Por qué no me arrancaba nadie la cabeza? Carlis­le tendría la amabilidad de hacerlo, ¿verdad que sí?; o quienquiera que fuese capaz de leer la mente entre ellos, ¿es que no podía entenderme y poner fin a esto?

-Te contará todo lo que quieras saber -masculló el pelirrojo-. No es necesario que hagas eso.

El dolor se desvaneció de nuevo, como si Jane hu­biera apagado un interruptor. Me vi con la cara en el suelo, boqueando como si me faltase el aire.

-Ya lo sé -oí decir a Jane alegremente-. ¿Bree? -me estremecí cuando pronunció mi nombre, pero el dolor no regresó-. ¿Es cierto eso, Bree? -me preguntó-. ¿Erais veinte?

Las palabras salieron veloces de mi boca.

-Diecinueve o veinte, quizá más, ¡no lo sé! Sara y otro cuyo nombre no conozco se enzarzaron en una pe­lea durante el camino...

Me quedé esperando a que el dolor me castigase de nuevo por no tener una respuesta mejor, pero en cam­bio, Jane continuó la conversación.

-Y esa tal Victoria... ¿Fue ella quien os creó?

-Y yo qué sé -admití aterrorizada-. Riley nunca nos dijo su nombre y esa noche no vi nada... Estaba oscuro y dolía. -Sentí una convulsión-. El no quería que pensá­ramos en ella. Nos dijo que nuestros pensamientos no eran seguros.

Jane lanzó una mirada al pelirrojo y volvió a clavar sus ojos en mí.

-Háblame de Riley -dijo-. ¿Por qué os trajo aquí?

Recité las mentiras de Riley tan rápido como pude.

-Nos dijo que debíamos destruir a los raros esos de ojos amarillos. Según él, iba a ser pan comido. Nos ex­plicó que la ciudad era suya y que iban a venir a por no­sotros. Toda la sangre sería para nosotros en cuanto desaparecieran. Nos dio su olor. -Hice un gesto para se­ñalar en la dirección de la humana-. Dijo que identifi­caríamos al aquelarre en cuestión gracias a ella, que es­taría con ellos. Prometió que ella sería para el primero que la tomara.

-Parece que Riley se equivocó en lo relativo a la faci­lidad –comentó Jane en un tonillo de guasa.

A Jane parecía agradarle mi versión de la historia. En un fogonazo de intuición, comprendí que se había sentido aliviada de que Riley no me hubiese hablado a mí, ni a los demás, de su breve visita a nuestra crea­dora. Victoria. Esta era la versión que Jane quería que llegase al clan de los ojos amarillos: la que no la impli­caba a ella ni a los Vulturis estos con sus oscuras túnicas. Muy bien, yo le podía seguir el juego. Con un poco de suerte, el que pudiese leer la mente ya estaría al tanto de todo.

No me podía vengar físicamente de aquel mons­truo, pero a través de mis pensamientos le podía contar todo a los vampiros de los ojos amarillos. Así lo espera­ba, al menos.

Asentí, admití la bromita de Jane y me incorporé, aún sentada, porque deseaba atraer la atención del que podía leer mis pensamientos, quienquiera que fuese. Proseguí con la versión de la historia que hubiese podi­do contar cualquier miembro de mi aquelarre. Fingí ser como Kevin, tener menos cerebro que un mosquito y no saber nada de nada.

-No sé qué ocurrió. -Esa parte era cierta. El caos en el campo de batalla seguía siendo un misterio. No había llegado a ver a nadie del grupo de Kristie. ¿Se los carga­rían aquellos vampiros aulladores a quienes no me de­jaron ver? Le guardaría aquel secreto al clan de los ojos amarillos-. Nos dividimos, pero los otros no volvieron. Riley nos abandonó, y no volvió para ayudarnos como había prometido. Luego, la pelea fue muy confusa y to­dos acabaron hechos pedazos. -Me estremeció el re­cuerdo del torso por encima del cual salté-. Tenía mie­do y quería salir pitando. -Hice un gesto para señalar a Carlisle-. Ese de ahí dijo que no me haría daño si deja­ba de luchar.

Aquello no suponía traición alguna para Carlisle, él ya le había contado bastante a Jane.

-Aja, pero no estaba en sus manos hacer tal ofreci­miento, jovencita -dijo Jane, que sonaba como si se es­tuviese regodeando-. Quebrantar las reglas tiene con­secuencias.

Continué fingiendo ser como Kevin y me limité a mi­rarla fijamente, como si fuese demasiado estúpida para entenderlo. Jane se volvió hacia Carlisle.

-¿Estáis seguros de haber acabado con todos? ¿Dón­de están los otros?

Carlisle asintió.

-También nosotros nos dividimos.

Así que fueron los aulladores quienes acabaron con Kristíe. Albergué la esperanza de que, fueran lo que fue­sen, aquellos aulladores resultaran realmente aterrado­res. Kristie se lo merecía.

-No he de ocultar que estoy impresionada -admitió Jane con una voz que sonaba sincera, y creí muy proba­ble que dijese la verdad.

Jane había albergado la esperanza de que el ejérci­to de Victoria causase algún daño aquí, y estaba claro que habíamos fracasado.

«Sí», admitieron en silencio los tres vampiros situa­dos a la espalda de Jane.

-Jamás había visto a un aquelarre escapar sin ba­jas de un ataque de semejante magnitud -prosiguió Jane-. ¿Sabéis qué hay detrás del mismo? Parece un comportamiento muy extremo, máxime si considera­mos el modo en que vivís aquí. ¿Por qué la muchacha es la clave? -preguntó, y sus ojos se posaron en la humana sólo un instante.

-Victoria guardaba rencor a Bella -le contó el peli­rrojo.

La estrategia cobraba sentido por fin. Riley tan sólo quería a la chica muerta y le daba igual cuántos de no­sotros muriésemos para conseguirlo.

Jane se rió alegremente.

-Esto -dijo y sonrió a la humana igual que me había sonreído a mí- parece provocar las reacciones más fuer­tes y desmedidas de nuestra especie.

A la chica no le pasó nada. Tal vez Jane no quisiera hacerle daño. O quizá su horrible talento sólo funcio­nase con los vampiros.

-¿Tendrías la bondad de no hacer eso? -le pidió el pelirrojo en un tono de voz furioso aunque bajo control.

Jane volvió a reír.

-Solamente era una prueba. Al parecer, no sufre da­ño alguno.

Me esforcé en mantener mi expresión en plan Kevin y no traicionar así mis intenciones. Por lo visto, Jane no podía causarle a aquella chica el mismo daño que a mí, y eso no era algo normal para Jane, pues por mucho que ahora se estuviese riendo, yo podía sentir que aque­llo la sacaba de quicio. ¿Era ése el motivo por el cual los vampiros de los ojos amarillos la toleraban? Pero si ella era de algún modo especial, ¿por qué no la convertían en vampiro sin más?

-Bueno, parece que no nos queda mucho por hacer -dijo Jane, que había recuperado su monótona voz-. ¡Qué raro! No estamos acostumbrados a desplazarnos sin necesidad. Ha sido un fastidio perdernos la pelea.

Da la impresión de que habría sido un espectáculo en­tretenido.

-Sí-replicó el pelirrojo-, y eso que estabais muy cer­ca. Es una verdadera lástima que no llegarais media hora antes. Quizás entonces podríais haber realizado vuestro trabajo al completo.

Hice un esfuerzo por no sonreír. Así que era el peli­rrojo quien leía la mente y había oído todo lo que yo quería contarle. Jane no iba a salirse con la suya.

El rostro inexpresivo de Jane le devolvió la mirada al vampiro capaz de leer el pensamiento.

-Sí. Qué pena que las cosas hayan salido así, ¿verdad?

El pelirrojo asintió, y yo me pregunté qué estaría oyendo en la cabeza de Jane.

Jane volvió hacia mí su expresión anodina. En sus ojos no había nada, pero yo sentí que mi tiempo se ha­bía agotado. Ella había obtenido ya de mí lo que nece­sitaba. No era consciente de que también le había dado toda la información que pude al que leía la mente, y además había protegido los secretos de su aquelarre. Se lo debía. El había castigado a Victoria y a Riley en mi nombre.

Le miré con el rabillo del ojo y pensé «gracias».

-¿Félix? -dijo jane con pereza.

-Espera -interrumpió en voz alta el pelirrojo. Se volvió a Carlisle y prosiguió con rapidez-: Podemos ex­plicarle las reglas a la joven. No parecía mal predispues­ta a aprenderlas. No sabía lo que hacía.

-Por descontado -dijo Carlisle enseguida-. Estamos preparados para responsabilizarnos de Bree.

El rostro de Jane adoptó una expresión que daba el aspecto de no tener claro si se trataba de una broma.

Y si era tal broma, tenía mucha más gracia de lo que ella estaba dispuesta a reconocer.

-No hacemos excepciones -les respondió, diverti­da-, ni damos segundas oportunidades. Es malo para nuestra reputación.

Era como si se estuviese refiriendo a otra persona. No me importaba que estuviese hablando de matarme. Sabía que el clan de los ojos amarillos no podía detener­la. Jane era la policía de los vampiros. Y aunque aque­llos polis vampiros fueran unos corruptos —realmente corruptos-, el clan de los ojos amarillos al menos lo sabía.

-Lo cual me recuerda... -prosiguió Jane con la vista clavada en la humana y una sonrisa cada vez más am­plia-. Cayo estará muy interesado en saber que sigues siendo humana, Bella. Quizá decida hacerte una visita.

Sigues siendo humana. Entonces iban a convertir a la chica. Me preguntaba a qué estarían esperando.

-Se ha fijado la fecha -dijo la chica menuda del pelo corto y negro y la voz clara-. Quizá vayamos a visitaros dentro de unos pocos meses.

La sonrisa de Jane se desvaneció como si alguien se la hubiese borrado de la cara. Hizo un gesto de indife­rencia sin mirar a la vampira del pelo corto, y me dio la sensación de que, por mucho que Jane odiase a la hu­mana, su odio por aquella chica menuda era diez veces mayor.

Jane se giró hacia Carlisle con su inexpresividad de antes.

-Ha estado bien conocerte, Carlisle... Siempre creí que Aro había exagerado. Bueno, hasta la próxima... Así que aquí se acababa todo, entonces. Seguía sin sentir miedo. Sólo lamentaba no haber tenido la opor­tunidad de contarle a Fred más acerca de todo aquello. Se adentraría prácticamente a ciegas en este mundo lleno de peligrosas intrigas, policías corruptos y aquela­rres secretos. Pero Fred era listo, cauteloso y tenía «ta­lento». ¿Qué iban a poder hacerle si ni siquiera eran capaces de verlo? Tal vez el clan de los ojos amarillos se encontrase con Fred algún día. «Sed amables con él», pensé mirando al que leía la mente.

-Encárgate de eso, Félix -ordenó Jane con indiferen­cia y con un gesto del mentón hacia mí-. Quiero volver a casa.

-No mires -susurró el pelirrojo. Y cerré los ojos.







FIN

0 comentarios:

Publicar un comentario