Carlisle fue el único que conservó la calma. En el aplomo y la autoridad de su voz se acumulaban siglos de experiencia adquirida en las salas de urgencias.
—Emmett, Rose, llevaos de aquí a Jasper.
Emmett, que estaba serio por vez primera, asintió.
—Vamos, Jasper.
El interpelado tenía una expresión demente en los ojos. Continuó resistiéndose contra la presa implacable de Emmett. Se debatió e intentó alcanzar a su hermano con los colmillos desnudos.
El rostro de Edward estaba blanco como la cal cuando rodó para cubrir con su cuerpo el mío en una posición claramente defensiva. Profirió un sordo gruñido de aviso entre los dientes apretados. Estaba segura de que en ese momento no respiraba.
Rosalie, la de rostro divino y extrañamente petulante, se puso delante de Jasper, aunque se mantuvo a una cautelosa distancia de sus dientes, y ayudó a Emmett en su forcejeo para sacarlo por la puerta de cristal que Esme sostenía abierta, aunque sin dejar de taparse la nariz y la boca con una mano.
El rostro en forma de corazón de Esme parecía avergonzado.
—Lo siento tanto, Bella —se disculpó entre lágrimas antes de seguir a los demás hasta el patio.
—Deja que me acerque, Edward —murmuró Carlisle.
Transcurrió un segundo antes de que Edward asintiera lentamente y relajara la postura.
Carlisle se arrodilló a mi lado y se inclinó para examinarme el brazo. Mi rostro aún mostraba la conmoción de la caída así que intenté recomponerme un poco.
—Toma, Carlisle —dijo Alice mientras le tendía una toalla.
Él sacudió la cabeza.
—Hay demasiados cristales dentro de la herida.
Se alzó y desgarró una tira larga y estrecha de tela del borde del mantel blanco. La enrolló en mi brazo por encima del codo para hacer un torniquete. El olor de la sangre me estaba mareando. Los oídos me pitaban.
—Bella —me dijo Carlisle con un hilo de voz—, ¿quieres que te lleve al hospital, o te curo aquí mismo?
—Aquí, por favor —susurré. No habría forma de evitar que Charlie se enterara si me llevaba al hospital.
—Te traeré el maletín —se ofreció Alice.
—Vamos a llevarla a la mesa de la cocina —le sugirió Carlisle a Edward.
Edward me levantó sin esfuerzo; Carlisle mantuvo firme la presión sobre mi brazo y me preguntó:
—¿Cómo te encuentras, Bella?
—Estoy bien —mi voz sonó razonablemente firme, lo cual me agradó.
El rostro de Edward parecía tallado en piedra.
Alice ya se encontraba allí. El maletín negro de Carlisle descansaba encima de la mesa, cerca del pequeño pero intenso foco de luz de un flexo enchufado a la pared. Edward me sentó con dulzura en una silla. Carlisle acercó otra y se puso a trabajar sin hacer pausa alguna.
Edward permaneció de pie a mi lado, todavía alerta, aunque continuaba sin respirar.
—Sal, Edward —suspiré.
—Puedo soportarlo —insistió, pero su mandíbula estaba rígida y sus ojos ardían con la intensidad de la sed contra la que luchaba, una sed aún peor que la de los demás.
—No tienes por qué comportarte como un héroe. Carlisle puede curarme sin tu ayuda. Sal a tomar un poco el aire.
Hice un gesto de malestar cuando Carlisle me hizo algo en el brazo que dolió.
—Me quedaré —decidió él.
—¿Por qué eres tan masoquista? —mascullé.
Carlisle decidió interceder.
—Edward, quizás deberías ir en busca de Jasper antes de que la cosa vaya a más. Estoy seguro de que se sentirá fatal y dudo que esté dispuesto a escuchar a ningún otro que no seas tú en estos momentos.
—Sí —añadí con impaciencia—. Ve a buscar a Jasper.
—De ese modo, harías algo útil —apostilló Alice.
Edward entrecerró los ojos como si pensara que nos habíamos confabulado contra él, pero finalmente, asintió y salió sin hacer ruido por la puerta trasera de la cocina. Estaba segura de que no había inspirado ni una sola vez desde que me corté el dedo.
Una sensación de entumecimiento y pesadez se extendía por mi brazo y, aunque aliviaba el dolor, me recordaba el tajo que me había hecho, así que me dediqué a mirar el rostro de Carlisle con gran atención para distraerme de lo que hacían sus manos. Su cabello destellaba como el oro bajo la potente luz cuando se inclinó sobre mi brazo. Sentía ligeros pinchazos de malestar en la boca del estómago, pero estaba decidida a no dejarme dominar por mis remilgos habituales. Ahora no me dolía, sólo tenía una suave sensación de tirantez que procuré ignorar. No había motivo para sentirme enferma como si fuera un bebé.
Si ella no hubiera estado ante mis ojos, no habría sido consciente de cuándo Alice se rindió y se escabulló de la habitación. Esbozó una sonrisa de disculpa y salió por la puerta de la cocina.
—Bien, ya no queda nadie —suspiré—. Está claro que soy capaz de desalojar una habitación.
—No es culpa tuya —me consoló Carlisle sonriendo entre dientes—. Podría pasarle a cualquiera.
—Podría —repetí—, pero casualmente sólo me pasa a mí.
Él volvió a reírse.
Su calma y su aspecto relajado extrañaban aún más si cabe en comparación directa con la reacción de los demás. No logré descubrir ni una pizca de ansiedad en su rostro. Trabajaba con movimientos rápidos y seguros. El único sonido aparte de nuestras respiraciones era el tenue tic, tic de las esquirlas de cristal al caer una tras otra sobre la mesa.
—¿Cómo puedes hacer esto? —le pregunté—. Incluso Alice y Esme... —mi voz se extinguió y sacudí la cabeza maravillada.
Aunque todos los demás habían abandonado la dieta tradicional de los vampiros de modo tan radical como Carlisle, él era el único capaz de soportar el olor de mi sangre sin sufrir una fuerte tentación. Sin embargo, esto sin duda era algo mucho más difícil de lo que él lo hacía parecer.
—Son años y años de práctica —me explicó—, ya casi no noto el olor.
—¿Crees que te resultaría más difícil si abandonaras el hospital durante un periodo largo de tiempo y no tuvieras alrededor tanta sangre?
—Quizás —se encogió de hombros, pero su pulso permaneció firme—. Aunque... nunca he sentido la necesidad de tomarme unas largas vacaciones —me dirigió una brillante sonrisa—. Me gusta demasiado mi trabajo.
Tic, tic, tic. Me sorprendía la cantidad de cristales que parecía haber en mi brazo. Tuve la tentación de echar una ojeada al creciente montón para ver lo grande que era, pero sabía que no sería una buena idea y que no me ayudaría en mi propósito de no vomitar.
—¿Y qué es lo que te gusta de tu trabajo? —le pregunté en voz alta. No comprendía la razón que le había impulsado a soportar todos esos años de lucha y de negación de su propia naturaleza hasta sobrellevarlo con tanta facilidad. Además, quería que siguiera hablando, ya que no prestaría atención a las náuseas mientras tuviera la mente ocupada en la conversación.
Sus ojos oscuros se mostraban tranquilos y pensativos cuando me contestó:
—Mmm. Disfruto especialmente cuando mis habilidades... especiales me permiten salvar a alguien que de otro modo hubiera muerto. Es magnífico saber que las vidas de algunas personas son mejores gracias a mi existencia, a mis capacidades. En ocasiones, me resulta útil como instrumento de diagnóstico incluso el sentido del olfato.
Un lado de su boca se elevó en una media sonrisa.
Reflexioné sobre ello mientras él examinaba la herida con atención a fin de asegurarse de que hubieran desaparecido todas las esquirlas de cristal. Entonces, empezó a hurgar en su maletín en busca de otros utensilios y yo me esforcé por no imaginar la aguja y el hilo.
—Intentas compensar a los demás con toda tu alma por algo que, al fin y al cabo, no es culpa tuya —sugerí, mientras comenzaba a sentir una nueva clase de pinchazos en los bordes de la herida—. Lo que quiero decir es que tú no pediste esto. No escogiste esta clase de vida y, aun así, has de luchar mucho para superarte a ti mismo.
—No creo que intente compensar a nadie —me contradijo con dulzura—. Como todo el mundo, sólo he tenido que decidir qué hacer con lo que me ha tocado en la vida.
—Haces que suene demasiado fácil.
Examinó de nuevo mi brazo.
—Muy bien —dijo mientras cortaba el hilo—. Terminado.
Sacó un gran bastoncillo de algodón y lo empapó en un líquido parecido al jarabe que luego me extendió por toda la zona herida. El olor era extraño e hizo que me diera vueltas la cabeza. El jarabe me manchó el brazo.
—Sin embargo, al principio —insistí mientras él colocaba una larga pieza de gasa para proteger la herida y la pegaba a la piel—, ¿cómo se te ocurrió probar un camino diferente al habitual?
Una sonrisa enigmática curvó sus labios.
—¿No te ha contado la historia Edward?
—Sí, pero pretendo comprender cómo se te ocurrió...
Su rostro se volvió súbitamente serio y me pregunté si sus pensamientos habían seguido el mismo camino que los míos, si se preguntaba cuál sería mi postura cuando —me negaba a formular la frase como si fuera una condicional— me tocara a mí.
—Ya sabes que mi padre era clérigo —musitó mientras limpiaba la mesa con cuidado; lo hacía a conciencia, frotaba una y otra vez hasta eliminar todos los restos con una gasa mojada. El olor del alcohol me quemaba la nariz—, y tenía una visión bastante estricta del mundo, que yo había empezado a cuestionar ya antes de mi transformación —Carlisle depositó todas las gasas sucias y las esquirlas de cristal en el interior de un bote vacío. No entendí lo que estaba haciendo ni cuando encendió la cerilla. Entonces, la arrojó a las fibras empapadas en alcohol y la repentina llamarada me sobresaltó—. Lo siento —se disculpó—. He de hacerlo... Así que ya entonces discrepaba con su forma de entender la fe, pero en cualquier caso nunca, en los casi cuatrocientos años transcurridos desde mi nacimiento, he visto nada que me haya hecho dudar de la existencia de Dios. Ni siquiera el reflejo en el espejo.
Fingí examinar el vendaje del brazo para ocultar la sorpresa por el rumbo que había tomado nuestra conversación. En esas circunstancias, el último tema de conversación que se me hubiera ocurrido mantener con él era la religión. Yo misma carecía de fe. Charlie se consideraba luterano, pero eso era porque sus padres lo habían sido; el único tipo de servicio religioso al que asistía los domingos era con una caña de pescar en las manos. Renée probaba con unas iglesias y otras, igual que hacía con sus súbitas aficiones al tenis, la alfarería, el yoga y las clases de francés, y para cuando yo me daba cuenta de su nuevo hobby, ya había comenzado con otro.
—Estoy seguro de que esto suena un poco extraño, procediendo de un vampiro —sonrió al percatarse de que siempre me sorprendía cuando él mencionaba la palabra con tanta naturalidad—, pero albergo la esperanza de que esta vida tenga algún sentido, incluso para nosotros. Es una posibilidad remota, lo admito —continuó con voz brusca—. Según dicen, estamos malditos de todas formas, pero espero, quizás estúpidamente, que alcancemos un cierto mérito por intentarlo.
—No creo que sea una estupidez —murmuré. No me podía imaginar a nadie, incluido cualquier tipo de deidad, que no se sintiera impresionado por Carlisle. Además, la única clase de cielo que yo podía tener en cuenta debía ser uno que incluyera a Edward—. Y tampoco creo que nadie lo vea así.
—Pues, tú eres la única que está de acuerdo conmigo.
—¿Los demás no lo ven igual? —pregunté sorprendida; en realidad, sólo pensaba en una persona.
Carlisle nuevamente adivinó la dirección de mis pensamientos.
—Edward sólo comparte mi opinión hasta cierto punto. Para él, Dios y el cielo existen... al igual que el infierno. Pero no cree que haya vida tras la muerte para nosotros —Carlisle hablaba en voz muy baja. Su mirada se perdía a través de la ventana en el vacío, en la oscuridad—. Ya ves, él cree que hemos perdido el alma.
Pensé inmediatamente en las palabras de Edward esa misma tarde: ...a menos que desees morir, o lo que sea que nosotros hagamos. Una pequeña bombilla se encendió en mi mente.
—Ése es el problema, ¿no? —intenté adivinar—. Por eso resulta tan difícil persuadirle en lo que a mí respecta.
Carlisle respondió pausadamente.
—Miro a mi... hijo, veo la fuerza, la bondad, la luz que emana, y eso todavía da más fuerzas a mi esperanza, a mi fe, más que nunca. ¿Cómo podría ser de otra manera con una persona como Edward?
Asentí con la misma confianza.
—Pero si yo creyera lo mismo que él... —me miró con sus ojos insondables—. Si tú creyeras lo mismo que él, ¿le quitarías su alma?
La forma en que enunció la pregunta desbarató mi respuesta. Si él me hubiera preguntado si arriesgaría mi alma por Edward, la respuesta sería obvia. Pero ¿habría arriesgado su alma? Fruncí los labios con tristeza. Esto no era cualquier cosa.
—Supongo que ves el problema.
Negué con la cabeza, consciente de la posición terca de mi barbilla.
Carlisle suspiró.
—Es mi elección —insistí.
—También es la suya —levantó la mano cuando vio que me disponía a discutir—, desde el momento en que él es el responsable de hacerlo.
—No es el único capaz de hacerlo —fijé una mirada especulativa en él, que se echó a reír, aligerando repentinamente su humor.
—¡Oh, no, me parece que has de solucionarlo con él! —entonces suspiró—. Ésta es la parte de la que nunca puedo estar seguro. En muchos otros sentidos, creo que he hecho lo mejor que he podido con lo que me ha tocado. Pero ¿es correcto maldecir a otros con esta clase de vida? No podría tomar esa decisión.
No pude contestar. Imaginé lo que podría haber sido mi vida si Carlisle hubiera resistido la tentación de cambiar su vida solitaria... y me estremecí.
—Fue la madre de Edward la que me decidió —la voz de Carlisle era casi un susurro. Su mirada ausente se perdió más allá de las ventanas oscuras.
—¿Su madre? —siempre que le había preguntado a Edward por sus padres, él sólo me había dicho que habían muerto hacía mucho, y que conservaba recuerdos vagos de ellos. Comprendí que los recuerdos de Carlisle, a pesar de lo breve de su contacto con ellos, eran perfectamente claros.
—Sí. Su nombre era Elizabeth. Elizabeth Masen. Su padre, que también se llamaba Edward, no llegó a recobrar el conocimiento en el hospital. Murió en la primera oleada de gripe.
Pero Elizabeth estuvo consciente casi hasta el final. Edward se le parece mucho, tenía el mismo extraño tono broncíneo de pelo y sus ojos eran del mismo color verde.
—¿Edward también tenía los ojos verdes? —murmuré mientras intentaba imaginarlo.
—Sí... —los ojos de color ocre de Carlisle habían retrocedido cien años en el tiempo—. Elizabeth se preocupaba de forma obsesiva por su hijo. Perdió sus propias oportunidades de sobrevivir por cuidarle en su lecho de muerte. Yo esperaba que él muriera primero, ya que estaba mucho peor que ella. Cuando le llegó su final, fue muy rápido. Ocurrió justo después del crepúsculo, cuando yo llegaba para relevar a los doctores que habían estado trabajando todo el día. Eran tiempos muy duros como para andar disimulando, había mucho trabajo por hacer y yo no necesitaba descansar. ¡Cuánto odiaba regresar a casa para esconderme cuando había tanta gente muriendo!
»En primer lugar me fui a comprobar el estado de Elizabeth y su hijo, con quienes me sentía emocionalmente ligado, algo siempre peligroso para nosotros si se tiene en cuenta la fragilidad de la naturaleza humana. Me di cuenta a primera vista de que ella tenía muy mal aspecto. La fiebre campaba a sus anchas y su cuerpo estaba demasiado débil para seguir luchando.
»Sin embargo, no parecía tan débil cuando me clavó los ojos desde la cama.
»—¡Sálvelo! —me ordenó con voz ronca, la única que su garganta podía emitir ya.
»—Haré cuanto me sea posible —le prometí al tiempo que le tomaba la mano. Tenía tanta fiebre que ella probablemente no sintió la gelidez antinatural de la mía. Su piel ardía, por lo que todo debía de parecerle frío al tacto.
»—Ha de hacerlo —insistió mientras me aferraba con tanta fuerza que me pregunté si, después de todo, conseguiría sobrevivir a la crisis. Sus ojos eran duros como piedras, como esmeraldas—. Debe hacer cuanto esté en su mano. Incluso lo que los demás no pueden, eso es lo que debe hacer por mi Edward.
»Esas palabras me amedrentaron. Me miraba con aquellos ojos penetrantes y por un momento estuve seguro de que ella conocía mi secreto. Entonces, la fiebre la venció y nunca recobró el conocimiento. Murió una hora después de haberme hecho esa petición.
«Había sopesado durante décadas la posibilidad de crear un compañero, alguien que pudiera conocerme de verdad, más allá de lo que fingía ser, pero no podía justificarme a mí mismo el hacer a otros lo que me habían hecho a mí.
»Era obvio que al agonizante Edward le quedaban unas pocas horas de vida, y junto a él yacía su madre, cuyo rostro no conocía la paz ni siquiera en la muerte, al menos no del todo...
Carlisle rememoró la escena completa; conservaba muy nítidos los recuerdos a pesar del siglo transcurrido. Yo lo veía con idéntica claridad a medida que él hablaba: la atmósfera desesperada del hospital, la omnipresencia de la muerte, la fiebre que consumía a Edward mientras se le escapaba la vida con cada tictac del reloj... Volví a estremecerme y me esforcé en desechar la imagen de mi mente.
—Las palabras de Elizabeth aún resonaban en mi cabeza. ¿Cómo podía adivinar lo que yo podía hacer? ¿Querría alguien realmente una cosa así para su hijo?
»Miré a Edward, que conservaba la hermosura a pesar de la gravedad de su enfermedad. Había algo puro y bondadoso en su rostro. Era la clase de rostro que me hubiera gustado que tuviera mi hijo...
«Después de todos aquellos años de indecisión, actué por puro impulso. Llevé primero el cuerpo de la madre a la morgue; luego, volví a recogerle a él. Nadie se dio cuenta de que aún respiraba. No había manos ni ojos suficientes para estar ni la mitad de pendientes de lo que necesitaban los pacientes. La morgue estaba vacía, de vivos, al menos. Le saqué por la puerta trasera y le llevé por los tejados hasta mi casa.
»No estaba seguro de qué debía hacer. Opté por imitar las mismas heridas que yo había recibido hacía ya tantos siglos en Londres. Después, me sentí mal por eso. Resultó más doloroso y prolongado de lo necesario.
»A pesar de todo, no me sentí culpable. Nunca me he arrepentido de haber salvado a Edward —volvió al presente. Sacudió la cabeza y me sonrió—. Supongo que ahora debo llevarte a casa.
—Yo lo haré —intervino Edward, que entró en el salón en penumbra y se acercó despacio hacia mí. Su rostro estaba en calma, impasible, pero había algo raro en sus ojos, algo que intentaba esconder con todo su empeño. Sentí un incómodo espasmo en el estómago.
—Carlisle me puede llevar —contesté. Me miré la blusa; la tela de algodón azul claro estaba moteada con manchas de sangre. El hombro derecho lo tenía cubierto con una capa espesa de una especie de glaseado rosa.
—Estoy bien —repuso con voz inexpresiva—. En cualquier caso, debes cambiarte de ropa si no quieres que a Charlie le dé un ataque al verte con esas pintas. Le diré a Alice que te preste algo.
Salió a grandes zancadas otra vez por la puerta de la cocina.
Miré a Carlisle con ansiedad.
—Está muy disgustado.
—Sí —coincidió Carlisle—. Esta noche ha ocurrido precisamente lo que más teme, que te veas en peligro debido a lo que somos.
—No es culpa suya.
—Tampoco tuya.
Desvié la mirada de sus ojos sabios y hermosos. No podía estar de acuerdo con eso.
Carlisle me ofreció la mano para ayudarme a levantar de la mesa. Le seguí hacia la habitación principal. Esme había regresado y se había puesto a limpiar con lejía la parte del suelo donde yo me había caído para eliminar el olor.
—Esme, déjame que lo haga —pude sentir que enrojecía otra vez.
—Ya casi he terminado —me sonrió—. ¿Qué tal estás?
—Estoy bien —le aseguré—. Carlisle cose mucho más deprisa que cualquier otro doctor de los que conozco.
Ambas reímos entre dientes.
Alice y Edward entraron por la puerta trasera. Alice se apresuró a acudir a mi lado, pero Edward se rezagó, con una expresión indescifrable.
—Venga, vamos —me dijo—. Te daré algo menos macabro para que te lo pongas.
Encontró una blusa de Esme de un color muy parecido a la mía. Estaba segura de que Charlie no se daría cuenta. El largo vendaje blanco del brazo no parecía ni la mitad de serio una vez que dejé de estar salpicada de sangre. Charlie ya nunca se sorprendía de verme vendada.
—Alice —susurré cuando ella se dirigió hacia la puerta.
—¿Sí?
Ella mantuvo el tono de voz bajo también y me miró con curiosidad, con la cabeza inclinada hacia un lado.
—¿Hasta qué punto ha sido malo?
No podía estar segura de que mis susurros fueran un esfuerzo baldío, ya que aunque estábamos en la parte de arriba de las escaleras, con la puerta cerrada, a lo mejor él podía oírlo igualmente.
Su rostro se tensó.
—Aún no estoy segura.
—¿Cómo está Jasper?
Ella suspiró.
—No se siente muy orgulloso de sí mismo. Todo esto supone un gran reto para él, y odia sentirse débil.
—No es culpa suya. Dile que no estoy enfadada con él, en absoluto, ¿se lo dirás?
—Claro.
Edward me esperaba en la puerta principal. La abrió —sin despegar los labios— en cuanto llegué al pie de la escalera.
—¡No te dejes olvidados los regalos! —gritó Alice mientras me acercaba a él con cautela. Ella recogió los dos paquetes, uno a medio abrir, y la cámara de debajo del piano, y los empujó todos contra mi brazo bueno—. Ya me darás las gracias luego, cuando los abras.
Esme y Carlisle se despidieron con un tranquilo «buenas noches». Advertí las miradas furtivas que dirigían a la expresión impasible de su hijo, igual que las mías.
Fue un alivio salir afuera. Me apresuré a dejar atrás los farolillos y las rosas, ahora recuerdos incómodos. Edward se adaptó a mi ritmo sin decir ni una palabra. Me abrió la puerta del copiloto y subí sin quejarme.
Había un gran lazo rojo en torno al nuevo aparato estéreo del salpicadero. Quité el lazo y lo arrojé al suelo. Edward se sentó al volante mientras lo escondía debajo de mi asiento.
No me miró ni a mí ni al estéreo. Ninguno de los dos lo encendimos, y el silencio se vio intensificado por el repentino estruendo del motor. Condujo con demasiada rapidez por el sinuoso camino.
El silencio me estaba volviendo loca.
—Di algo —supliqué al fin, cuando enfilaba hacia la carretera.
—¿Qué quieres que diga? —preguntó con indiferencia.
Me acobardé ante su tono distante.
—Dime que me perdonas.
Esto hizo que su rostro se agitara con una chispa de vida, una chispa de ira.
—¿Perdonarte? ¿Por qué?
—Nada de esto hubiera ocurrido si hubiera tenido más cuidado.
—Bella, te has cortado con un papel. No es como para merecer la pena de muerte.
—Sigue siendo culpa mía.
Mis palabras demolieron la barrera que contenía sus emociones.
—¿Culpa tuya? ¿Qué hubiera sido lo peor que te hubiera podido pasar de haberte cortado en la casa de Mike Newton, con tus amigas humanas, Angela y Jessica? Si hubieras tropezado y te hubieras caído sobre una pila de platos de cristal sin que nadie te hubiera empujado, ¿qué es lo peor que te hubiera podido pasar? ¿Manchar de sangre los asientos del coche mientras te llevaban a urgencias? Mike Newton te hubiera tomado la mano mientras te cosían sin tener que combatir contra el ansia de matarte todo el tiempo que hubieras permanecido allí. No intentes culparte por nada de esto, Bella. Sólo conseguirás que todavía me sienta más disgustado.
—¿Cómo es que ha entrado Mike Newton en esta conversación? —inquirí.
—Mike Newton ha aparecido en esta conversación porque, maldita sea, él te hubiera convenido mucho más que yo —gruñó.
—Preferiría morir antes que terminar con Mike Newton —protesté—. Preferiría morir antes que estar con otro que no fueras tú.
—No te pongas melodramática, por favor.
—Vale; entonces, no seas ridículo.
No me contestó. Miró a través del cristal delantero con una expresión furibunda.
Me estrujé las meninges en busca de alguna forma de salvar la noche, pero todavía no se me había ocurrido nada cuando aparcamos delante de mi casa.
Apagó el motor, sin apartar las manos que apretaban de forma crispada el volante.
—¿Te quedarás esta noche? —le pregunté.
—Debería irme a casa.
Lo último que quería era que se marchara para seguir regodeándose en el remordimiento.
—Sólo por mi cumpleaños —le presioné.
—No puedes tener las dos cosas, o quieres que la gente ignore tu cumpleaños o no lo quieres. Una cosa u otra.
Su voz sonaba severa, pero no tan seria como antes. Para mis adentros, suspiré con alivio.
—De acuerdo. Acabo de decidir que no quiero que ignores mi cumpleaños. Te veré arriba.
Me volví un momento para recoger mis paquetes. El frunció el ceño.
—No estás obligada a llevártelos.
—Quiero hacerlo —le respondí a bote pronto; luego, me pregunté si no estaría usando conmigo la táctica de llevarme la contraria para que hiciera lo que él quería.
—No, no estás obligada. Carlisle y Esme sólo han gastado dinero.
—Los acepto —coloqué los paquetes de cualquier modo debajo del brazo bueno y cerré la puerta de un portazo al salir. Él se bajó del coche y estuvo a mi lado en menos de un segundo.
—En tal caso, déjame que te los lleve —dijo mientras me los quitaba—. Estaré en tu habitación.
Yo sonreí.
—Gracias.
—Feliz cumpleaños —suspiró y se inclinó para rozar mis labios con los suyos.
Me puse de puntillas para prolongar el beso, pero él se retiró, sonrió con esa sonrisa traviesa que tanto me gustaba y desapareció en la oscuridad.
El juego no se había acabado. Tan pronto como traspasé la puerta principal, sonó el timbre que anunciaba mi llegada por encima del parloteo del gentío en la televisión.
—¿Bella? —me llamó Charlie.
—Hola, papá —contesté al doblar la esquina que daba al salón. Acerqué el brazo al costado. La ligera presión me quemaba y arrugué la nariz. Al parecer, se estaba yendo el efecto de la anestesia.
—¿Cómo te lo has pasado? —Charlie estaba tumbado con los pies descalzos apoyados en el brazo del sofá. Tenía aplastado contra la cabeza lo que le quedaba de su cabello marrón rizado.
—Alice se pasó. Pastel, flores, velas, regalos... Vamos, el lote completo.
—¿Qué te han regalado?
—Un estéreo para el coche —y varias cosas que aún no había visto.
—Guau.
—Vaya —asentí—. En fin, menuda nochecita.
—Te veré por la mañana.
Me despedí con la mano.
—Hasta mañana.
—¿Qué le ha pasado a tu brazo?
Enrojecí y maldije en mi fuero interno.
—Resbalé, pero no ha sido nada.
—Ay, Bella —suspiró él al tiempo que sacudía la cabeza.
—Buenas noches, papá.
Me apresuré hacia el baño, donde guardaba mi pijama para noches como éstas. Me puse el top y los pantalones de algodón a juego que tenía allí para reemplazar la sudadera llena de agujeros que solía usar para irme a la cama. Hacía gestos de dolor con cada movimiento que me tiraba de los puntos. Me lavé la cara con una mano, los dientes, y me precipité a mi habitación.
Estaba sentado en el centro de mi cama sin dejar de juguetear ociosamente con una de las cajas plateadas.
—Hola —dijo con voz apenada; parecía regodearse en la tristeza.
Me fui a la cama, le quité los regalos de las manos y me senté en su regazo.
—Hola —me acurruqué contra su pecho pétreo—. ¿Puedo abrir mis regalos ahora?
—¿A qué viene tanto entusiasmo repentino? —me preguntó.
—Has despertado mi curiosidad.
Tomé en primer lugar el paquete plano y alargado; suponía que era el regalo de Carlisle y Esme.
—Déjame —sugirió él. Me lo quitó de las manos, rompió el papel con un movimiento fluido y me devolvió una caja blanca rectangular.
—¿Estás seguro de que podré apañarme para abrir la tapa? —murmuré, pero me ignoró.
Dentro de la caja había una larga pieza de papel grueso con una agobiante cantidad de letra impresa de gran calidad. Me llevó un minuto comprender lo fundamental de la información.
—¿Vamos a ir a Jacksonville? —me emocioné a mi pesar. Era un vale para billetes de avión, para ambos.
—Esa es la idea.
—No puedo creerlo. ¡Renée se va poner loca de contento! ¿Seguro que no te importa? Es un lugar soleado y tendrás que estar dentro todo el día.
—Creo que me las apañaré —contestó, pero luego frunció el ceño—. Te habría obligado a abrirlo delante de Carlisle y Esme de haberme imaginado que corresponderías con tanto entusiasmo a un regalo como éste. Pensé que protestarías.
—Bueno, es cierto que es excesivo. Pero ¡lo aceptaría sólo por llevarte conmigo!
Se rió entre dientes.
—Ahora desearía haberme gastado dinero en tu regalo. No me había dado cuenta de que pudieras ser tan razonable.
Dejé los billetes a un lado y tomé su regalo, ya que mi curiosidad se había reavivado. Me lo quitó de las manos y lo desenvolvió como el primero.
Me devolvió un estuche de regalo para CD con un disco virgen plateado en el interior.
—¿Qué es? —pregunté, perpleja.
No dijo nada. Tomó el CD y se alzó sobre mí para ponerlo en el reproductor que había en la mesilla de noche. Pulsó el botón de play y esperamos en silencio. Entonces, empezó a sonar la música.
Escuché con los ojos como platos y sin poder articular palabra. Supe que él esperaba mi reacción, pero fui incapaz de hablar. Se me llenaron los ojos de lágrimas y alcé la mano para limpiármelas antes de que empezaran a derramarse.
—¿Te duele el brazo? —me preguntó con ansiedad.
—No, no es mi brazo. Es precioso, Edward. No me podías haber regalado nada que me gustara más. No puedo creerlo.
Me callé, porque quería seguir escuchando la música. Su música. La había compuesto él. La primera pista del CD era mi nana.
—Supuse que no me dejarías traer aquí un piano para interpretarla —me explicó.
—Tienes razón.
—¿Te duele el brazo?
—Está bastante bien —en realidad, comenzaba a arderme debajo del vendaje. Quería ponerme hielo. Me hubiera gustado colocarlo encima de su fría mano, pero eso me hubiera delatado.
—Te traeré un Tylenol.
—No necesito nada —protesté, pero me desligó de su regazo y se dirigió a la puerta.
—Charlie —susurré; él no estaba informado «exactamente» de que Edward se quedaba a menudo. De hecho, le hubiera dado un infarto de haberlo sabido, pero no me sentía demasiado culpable por engañarle. No era como si estuviera haciendo algo que él no quisiera que hiciese. Edward tenía sus reglas...
—No me verá —prometió Edward mientras desaparecía silenciosamente por la puerta. Volvió a tiempo de sujetarla antes de que el borde llegara a tocar el marco. Traía una caja de pastillas en una mano y un vaso de agua en la otra.
Tomé las pastillas que me dio sin protestar, ya que sabía que perdería en la discusión. Además, el brazo me molestaba de veras.
Mi nana continuaba sonando de fondo, dulce y encantadora.
—Es tarde —señaló Edward. Me alzó por encima de la cama con un brazo y con el otro abrió la cama. Me acostó con la cabeza en la almohada y me arropó bien con el edredón. Se acostó a mi lado, pero encima de la ropa de cama de modo que no me quedara congelada y me pasó el brazo por encima.
Apoyé la cabeza en su hombro y suspiré, feliz.
—Gracias otra vez —susurré.
—No hay de qué.
Nos quedamos sin movernos ni hablar durante un buen rato, hasta que la nana llegó a su fin y comenzó otra canción. Reconocí la favorita de Esme.
—¿En qué estás pensando? —le pregunté con un murmullo.
Dudó un segundo antes de contestarme.
—Estaba pensando en el bien y el mal.
Un escalofrío me recorrió la columna.
—¿Te acuerdas de cuando decidí que no quería que ignoraras mi cumpleaños? —le pregunté enseguida con la esperanza de que mi intento de distraerle no pareciera demasiado evidente.
—Sí —admitió con cautela.
—Bien, estaba pensando... que ya que todavía es mi cumpleaños, quería que me besaras otra vez.
—Pues sí que estás antojadiza esta noche.
—Pues sí, pero claro, no tienes que hacer nada que no quieras —añadí, picada.
Rió y después suspiró.
—Que el cielo me impida hacer aquello que no quiera —repuso con una extraña desesperación en la voz mientras ponía el dedo bajo mi barbilla y alzaba mi rostro hacia el suyo.
El beso empezó del modo habitual, Edward procuraba tener el mismo cuidado de siempre y mi corazón reaccionaba de forma tan desaforada como de costumbre. Entonces, algo pareció cambiar. De pronto, sus labios se volvieron más insistentes y su mano libre se enredó en mi pelo aferrando mi cabeza firmemente contra la suya. Agarré su pelo con mis manos; estaba cruzando los límites impuestos por su cautela, sin duda, pero esta vez no me detuvo. Sentí su frío cuerpo a través de la fina colcha, y me apreté con deseo contra él.
Cuando se apartó, lo hizo con brusquedad; me empujó hacia atrás con manos amables, pero firmes.
Me desplomé en la almohada jadeando, con la cabeza dándome vueltas. Algo intentaba asomar en los límites de mi memoria, pero se me escapaba...
—Lo siento —dijo él, también sin aliento—. Esto es pasarse de la raya.
—A mí no me importa en absoluto —resollé.
Frunció el ceño en la oscuridad.
—Intenta dormir, Bella.
—No, quiero que me beses otra vez.
—Sobrestimas mi autocontrol.
—¿Qué te tienta más, mi sangre o mi cuerpo? —le desafié.
—Hay un empate —sonrió ampliamente a pesar de sí mismo y pronto se puso serio otra vez—. Y ahora, ¿por qué no dejas de tentar a la suerte y te duermes?
—Vale —asentí mientras me acurrucaba junto a él. Me sentía realmente exhausta. Había sido un día muy largo y tampoco en ese momento me notaba aliviada. Más bien me parecía como si estuviera a punto de suceder algo aún peor. Era una premonición tonta, ya que, ¿qué podía ser peor? No había nada que pudiera estar al nivel del susto de aquella tarde, sin duda.
Intentando actuar con astucia, apreté mi brazo herido contra su hombro, de modo que su piel fría me consolara del ardor de la herida. Pronto me sentí mucho mejor.
Estaba medio dormida, más bien casi del todo, cuando me di cuenta de qué era lo que me había recordado su beso: la pasada primavera, cuando tuvo que dejarme para intentar apartar a James de mi pista, Edward me había besado como despedida, sin saber cuándo o si nos veríamos de nuevo. Este beso había tenido el mismo sabor doloroso por alguna razón que no acertaba a imaginar. Me sumí en una inconsciencia inquieta, como si ya tuviera una pesadilla.
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