4 abr 2011

La corta segunda vida de Bree Tanner: Parte II



Resultaba sorprendentemente extraño tocar a otra persona después de toda una vida -porque los últimos tres meses eran toda mi vida- de evitar todo tipo de con­tacto. Igual que tocar una línea de alta tensión caída, entre chispas, sólo para descubrir que la sensación era agradable.

Pude sentir que la sonrisa en mi cara estaba un poco torcida.

-Cuenta conmigo.

-Excelente. Nuestro propio club privado. -Muy exclusivo -coincidí.

El aún tenía mi mano. No la movía como en un apretón, pero tampoco la sujetaba exactamente. -Necesitamos un saludo secreto. -Eso lo dejo a tu elección.

-Por lo tanto, el club súper secreto de los íntimos amigos es llamado al orden, todos presentes, el saludo secreto habrá de ser ideado en una fecha posterior -di­jo-. Primer orden del día: Riley. ¿Ignorante? ¿Mal infor­mado? ¿O mentiroso?

Sus ojos se hallaban fijos sobre los míos conforme hablaba, abiertos de par en par y sinceros. No hubo nin­gún cambio en el momento en que pronunció el nom­bre de Riley. En aquel instante estuve segura de que no había fundamento en las historias sobre Diego y Riley. Tan sólo era que Diego llevaba más tiempo allí que el resto, nada más. Podía confiar en él.

-Añádase esto a la lista -le dije-. Planes. En lo refe­rente a ¿cuáles son los suyos?

-Has dado en el blanco. Eso es exactamente lo que hemos de averiguar. Pero antes, otro experimento.

-Esa palabra me pone nerviosa.

-La confianza es un componente esencial de la parafernalia del club secreto.

Se puso en pie ocupando el espacio extra en el te­cho que él mismo había abierto, y se puso a excavar de nuevo. En un instante sus pies se tambaleaban en el aire mientras se sujetaba con una mano y escarbaba con la otra.

-Más te vale estar buscando ajos -le advertí, y retro­cedí en dirección al túnel que conducía al mar.

-Las historias no son ciertas, Bree -me dijo a voces.

Continuó ascendiendo dentro del agujero que ha­cía, y seguía lloviendo tierra. A ese ritmo iba a rellenar todo su escondite, o a inundarlo de luz, lo cual lo con­vertiría en algo más inútil aún.

Me deslicé casi entera en el interior del conducto de escape, apenas asomaba las yemas de los dedos y los ojos por encima del borde. El agua me llegaba sólo hasta la cadera. Me bastaría con una mínima fracción de segun­do para desaparecer en la oscuridad que había debajo de mí, y podía pasar un día sin respirar.

Nunca había sido una entusiasta del fuego. El moti­vo de ello podía hallarse en algún recuerdo enterrado de mi infancia, o quizá se trataba de algo más reciente. Ya había tenido fuego de sobra con mi conversión en vampiro.

Diego tenía que estar ya cerca de la superficie. Una vez más, tuve que combatir la idea de perder a mi nue­vo y único amigo.

-Diego, para ya, por favor -susurré, consciente de que lo más probable era que él se riese, en el convenci­miento de que no me escucharía.

-Confía, Bree.

Aguardé, inmóvil.

-Casi... -masculló él-. Muy bien.

Me tensé a la espera de la luz, o de una chispa, o de la explosión, pero Diego se dejó caer mientras conti­nuaba oscuro. En la mano llevaba una raíz más larga, un palo grueso y retorcido casi tan alto como yo. Me de­dicó una mirada en plan «ya te lo he dicho».

-No soy un completo insensato -me dijo. Señaló la raíz con la mano que tenía libre-. ¿Lo ves? Precauciones.

Dicho aquello, metió la raíz en el agujero que había hecho y la clavó en la parte alta. Se produjo una avalan­cha final de grava y arena al tiempo que Diego retroce­día de rodillas para apartarse. Y entonces un haz de luz brillante -un rayo del grosor del brazo de Diego- perfo­ró la oscuridad de la cueva. La luz formaba una colum­na desde el techo hasta el suelo, que resplandecía al atravesarla el polvo a la deriva. Yo estaba petrificada, asi­da al borde, lista para hundirme.

Diego no salió despedido ni se puso a gritar de do­lor. No había ningún olor a humo. La cueva estaba cien veces más iluminada que antes pero a él no parecía afec­tarle, así que quizá fuera verdad su historia sobre la som­bra del árbol. Observé con atención cómo permanecía arrodillado junto a la columna de luz, inmóvil, mirán­dola fijamente. Se encontraba bien en apariencia, pero en su piel había un ligero cambio, una especie de movi­miento que reflejaba el brillo, quizás a causa del polvo que caía. Casi parecía como si él mismo estuviese bri­llando.

Quizá no fuese el polvo, quizá se estuviese queman­do. Quizá no doliese y él se daría cuenta demasiado tarde...

Pasaron los segundos y seguíamos con la mirada fija en la luz del sol, inmóviles.

Entonces, en un movimiento que se antojaba abso­lutamente esperado y a la vez por completo impensa­ble, Diego abrió una mano con la palma hacia arriba y extendió el brazo en dirección al haz de luz.

Me moví más rápido de lo que podía siquiera pen­sar, que ya era rápido de narices. Más veloz de lo queja-más me había movido.

Arrollé a Diego de espaldas contra el muro de la co­vacha repleta de tierra antes de que pudiese atravesar ese último centímetro que expondría su piel a la luz.

La cavidad se llenó de un fulgor repentino, y sentí el calor en mi pierna en el preciso momento en que me percaté de que no había espacio suficiente para poder contener a Diego contra la pared sin que alguna parte de mi cuerpo tocase la luz.

-¡Bree! -exclamó en un grito ahogado.

Me aparté de él de manera automática y me revolví para apretarme contra la pared. Duró menos de un se­gundo, y todo ese tiempo me quedé esperando a que el dolor se apoderase de mí. A que prendiesen las llamas y a continuación se extendiesen igual que la noche que la conocí a ella, sólo que más rápido. El fogonazo de luz cegadora había desaparecido. De nuevo, sólo quedaba allí la columna de sol.

Dirigí la mirada al rostro de Diego; tenía los ojos como platos y la boca abierta de par en par. Estaba total­mente quieto, señal segura de alarma. Quería mirarme la pierna, pero me daba miedo ver lo que quedaba; no era como cuando Jen me arrancó el brazo, si bien aque­llo me dolió más. No iba a ser capaz de curarme esto.

Seguía sin dolerme.

-Bree, ¿has visto eso?

Hice un rápido gesto negativo con la cabeza.

-¿Está muy mal?

-¿Mal?

-Mi pierna -mascullé entre dientes-. Dime solamen­te cuánta pierna queda.

-A mí me parece que está perfecta.

Bajé la vista rápidamente y, en efecto, allí estaba mi pie, con mi pantorrilla, justo igual que antes. Moví los dedos de los pies. Perfecto.

-¿Te duele? -me preguntó.

Me incorporé del suelo y me puse de rodillas.

-Todavía no.

-¿Has visto lo que ha pasado? ¿La luz? Negué con la cabeza.

-Observa esto -dijo mientras se arrodillaba de nue­vo frente al haz de luz-. Y no me vuelvas a apartar de un empujón. Tú ya has demostrado que estoy en lo cierto.

Extendió la mano. Quedarse mirando volvía a resul­tar casi igual de duro esta vez, aunque no notase ningún cambio en la pierna.

En el instante en que sus dedos atravesaron el haz de luz, la cueva se llenó con un millón de brillantes re­flejos iridiscentes. Había tanta claridad como en un in­vernadero a mediodía: luz por todas partes. Di un res­pingo y me estremecí. La luz del sol me envolvía por completo.

-Irreal -susurró Diego.

Introdujo el resto de la mano en la luz y la cueva se iluminó aún más. Giró la mano para mirarse el anverso y después la volvió a poner boca arriba. Los reflejos dan­zaron como si Diego estuviese girando un prisma.

No había ningún olor a quemado, y era patente que no le dolía. Observé su mano más de cerca y me pareció como si tuviese millones de espejos minúsculos sobre la piel, demasiado pequeños para distinguirlos de forma independiente, que reflejaban la luz con el doble de in­tensidad que un espejo normal.

-Ven aquí, Bree... tienes que probar esto.

No pude pensar en una razón para negarme, y sentía curiosidad, pero aún me notaba reacia al acercarme a su lado.

-¿No quema?

-Nada. La luz no nos quema, sólo... se refleja en no­sotros. Me imagino que decir eso es quedarse un poco corto.

Con la lentitud propia de un humano, renuente, al­cancé la luz con los dedos. Mi piel comenzó de inmedia­to a centellear con los reflejos, y la cavidad se iluminó tanto que, en comparación, el día en el exterior hubie­ra parecido oscuro. No obstante, no eran exactamente reflejos, la luz era refractada y de colores, algo más pa­recido a un cristal. Metí la mano entera y la cavidad se iluminó aún más.

-¿Crees que Riley lo sabe? -susurré.

-Puede que sí, puede que no.

-Si lo supiese, ¿por qué no nos lo iba a contar? ¿Qué sentido tendría? Así que somos bolas de discoteca an­dantes -me encogí de hombros.

Diego se rió.

-Ya veo de dónde provienen las historias. Imagínate que hubieras visto esto en alguien cuando eras huma­na, ¿no pensarías que el tío se estaba quemando?

-Si no se acercase a charlar un rato, quizás.

-Esto es increíble -dijo Diego.

Con un dedo trazó una línea que atravesaba la res­plandeciente palma de mi mano. Entonces se puso en pie de un salto bajo el haz y la cueva se convirtió en un festival de luz.

-Venga, salgamos de aquí.

Estiró los brazos y ascendió por el agujero que había abierto hacia la superficie.

Se podría pensar que debería haberlo asumido, pe­ro aún estaba nerviosa al seguirle. Me mantuve pegada a sus talones, no quería parecer una completa cobarde, pero fui todo el camino con el estómago encogido; Ri-ley había sido muy claro en lo de arder al sol, en mi men­te eso iba asociado al rato de quemazón tan horrible que pasé al convertirme en vampiro, y no era capaz de escapar al pánico instintivo que se apoderaba de mí ca­da vez que pensaba en ello.

Diego había salido ya del agujero, y yo me encontré a su lado medio segundo después. Permanecimos en pie en una zona de hierba silvestre, a tan sólo unos po­cos pasos de los árboles que cubrían la isla. A nuestra es­palda había un par de metros hasta un acantilado bajo y, a continuación, el agua. A nuestro alrededor, todo brillaba a causa de los colores y a la luz que emitíamos.

-Guau -mascullé.

Diego me dedicó una amplia sonrisa cargada con la belleza de su rostro bajo la luz y, de repente, en medio de un profundo vuelco que me dio el estómago, me percaté de que todo eso de los I A Es distaba mucho de la realidad. Para mí, al menos. Así de rápido iba.

Se suavizó la amplitud de su sonrisa y se transformó en un rostro amable. Tenía los ojos tan abiertos como yo, todo asombro y luz. Me tocó la cara del mismo modo en que me había tocado la mano, como si estuviera in­tentando comprender aquel brillo.

-Cuánta belleza -murmuró, y dejó la mano sobre mi mejilla.

No estoy segura de cuánto tiempo nos quedamos allí de pie, sonriendo como dos verdaderos idiotas, re­fulgiendo como antorchas de cristal. No había barcos en la ensenada, lo cual probablemente fue una suer­te. De ningún modo habríamos pasado inadvertidos, ni siquiera para un humano con los ojos llenos de barro. Tampoco hubiesen podido hacernos nada, pero no tenía sed, y los gritos me habrían estropeado el buen ánimo.

Una gruesa nube ocultó finalmente el sol y, de pron­to, éramos de nuevo nosotros aunque con una ligera luminosidad, si bien no la suficiente para que se percata­se alguien con la vista más torpe que la de un vampiro.

En cuanto desapareció el brillo, se me aclararon las ideas y pude pensar en lo que vendría a continuación. No obstante, aunque Diego presentase de nuevo su as­pecto normal -no hecho de una luz resplandeciente, al menos-, supe que ante mis ojos no volvería a parecer el mismo. Aquel cosquilleo en la boca del estómago se­guía ahí, y me daba la sensación de que podría quedar­se de manera permanente.

-¿Se lo contamos a Riley? ¿Hemos decidido que no lo sabe? -le pregunté.

Diego suspiró y dejó caer la mano.

-No lo sé. Pensemos en ello mientras los rastreamos.

-Vamos a tener que ser cuidadosos al rastrearlos de día. Ya sabes, al parecer se nos nota un poco cuando nos da el sol.

Sonrió.

-Seremos ninjas. Asentí.

-Club ninja super secreto mola mucho más que el rollo ese de los IA Es. -Muchísimo más.

Apenas nos bastaron unos pocos segundos para dar con el punto desde donde el grupo al completo había abandonado la isla. Ésa era la parte fácil. Dar con el lu­gar donde habían puesto el pie en la costa continental ya era otro problema bien distinto. Valoramos por un segundo la posibilidad de separarnos, pero desestima­mos la idea por unanimidad. Nuestra lógica era de una solidez aplastante -al fin y al cabo, si uno de los dos en­contraba algo, ¿cómo se lo iba a contar al otro?-, pero se trataba sobre todo de que no quería alejarme de él, y notaba que él sentía lo mismo. Ambos nos habíamos pa­sado toda nuestra vida sin ninguna clase de buena com­pañía, y era algo demasiado agradable como para mal­gastar ni un solo minuto de ella.

En cuanto adonde podían haber ido, había dema­siadas opciones: al territorio continental de la penínsu­la o a otra isla, o de regreso a las afueras de Seattle, o al norte, a Canadá. Siempre que demolíamos o quemába­mos uno de nuestros refugios, Riley estaba preparado, siempre parecía saber con exactitud adonde nos dirigi­ríamos a continuación. Debía de tener planes de ante­mano para estos temas, pero no nos hacía partícipes de éstos a ninguno de nosotros.

Podrían estar en cualquier parte.

Nos ralentizó mucho tener que andar sumergiéndo­nos en el agua y volviendo a la superficie para evitar a los barcos y a la gente, y transcurrió el día sin que la for­tuna nos sonriera, pero a ninguno de los dos nos impor­tó. Lo estábamos pasando mejor que nunca.

Qué día tan extraño. En lugar de sentarme triste en la oscuridad de mi escondite y de tragarme el asco in­tentando no prestar atención al caos, estaba jugando a los ninjas con mi reciente íntimo amigo, o puede que algo más. Nos reímos mucho mientras recorríamos las sombras y nos tirábamos piedras el uno al otro como si fueran estrellas con cuchillas.

Entonces se puso el sol y de repente la inquietud se apoderó de mí. ¿Nos buscaría Riley? ¿Deduciría que nos habíamos carbonizado? ¿Sabría lo que había pasado?

Comenzamos a movernos a mayor velocidad. A mu­cha más velocidad. Ya habíamos recorrido todas las is­las cercanas, así que nos concentramos en el territorio continental. Alrededor de una hora después del ocaso, percibí un olor familiar y en cuestión de segundos nos hallamos sobre su pista. Una vez localizada la senda del olor, resultaba tan sencillo como seguir a una manada de elefantes por la nieve recién caída.

Hablamos sobre cómo procederíamos, más en serio ahora, sin parar de correr.

-No creo que debamos contárselo a Riley -dije yo-. Digamos que hemos pasado todo el día en tu cueva an­tes de ir a buscarlos. -Mi paranoia iba en aumento con­forme hablaba-. Mejor aún, contémosles que tu cueva estaba llena de agua y que ni siquiera hemos podido hablar.

-Crees que Riley es un mal tipo, ¿verdad? -me pre­guntó en voz baja pasado un minuto.

Mientras hablaba, me cogió de la mano.

-No lo sé, pero prefiero actuar como si lo fuera, por si acaso. -Vacilé, y entonces añadí-: Tú no quieres creer que sea mala gente.

-No -admitió Diego-. Es algo parecido a un amigo. Es decir, no como lo eres tú -me apretó la mano-, pero más que cualquiera de los demás. No quiero pensar... -No terminó la frase.

Le devolví el apretón en la mano.

-Quizá sea decente del todo. El hecho de que no­sotros actuemos con cautela no va a cambiarle.

-Es verdad. O sea, me refiero a la historia de la cue­va submarina. Al menos el principio... podría hablar con él del tema del sol más adelante. De todas formas preferiría hacerlo durante el día, cuando pueda demos­trar mi afirmación de manera inmediata. Y por si acaso él ya lo sabe pero hay alguna buena razón por la cual nos haya contado otra cosa, se lo diré cuando él y yo es­temos solos. Lo pillaré al amanecer, cuando esté de re­greso de dondequiera que él se va...

Me percaté de la gran cantidad de primeras perso­nas del singular y no del plural que contenía aquel pe­queño discurso de Diego, y eso me preocupó. Aunque al mismo tiempo, yo no quería tener mucho que ver con lo de informar a Riley. No tenía en él la misma fe que Diego.

-¡Ataque ninja al amanecer! -dije para hacerle reír.

Funcionó. Comenzamos de nuevo a contar chistes mientras rastreábamos a nuestra manada de vampiros, pero podía notar que, debajo de tanta broma, Diego es­taba pensando en cosas serias, justo igual que yo.

Y mientras corríamos, lo único que hice fue inquie­tarme más, porque íbamos a gran velocidad y, aunque no había forma de que hubiésemos seguido el rastro equivocado, estábamos tardando demasiado. Nos está­bamos alejando mucho de la costa, habíamos ascendi­do y pasado al otro lado de las montañas cercanas, nos adentrábamos en un nuevo territorio. Aquél no era el patrón habitual.

Todas las casas que habíamos ocupado, ya se encon­trasen en lo alto de una montaña, en medio de una isla u ocultas en una granja enorme, tenían poco en co­mún: los propietarios fallecidos, el entorno aislado y todas, de un modo u otro, se concentraban en torno a Seattle, situadas alrededor de la gran ciudad como lu­nas en órbita. Seattle era siempre el centro, siempre el objetivo.

Ahora nos encontrábamos fuera de órbita, y daba mala espina. Quizá no significase nada, tal vez era tan sólo cuestión de que hoy habían cambiado demasiadas cosas. Todas las verdades que daba por sentadas habían quedado patas arriba y no estaba de humor para más ca­taclismos. ¿Por qué no podía Riley haber escogido un si­tio normal?

-Resulta curioso que estén tan lejos -murmuró Die­go, y pude percibir la tensión en su voz. -O temible -musité. Me apretó la mano.

-Está bien. El club ninja puede arreglárselas en cual­quier situación.

-¿Tienes ya un saludo secreto?

-Estoy trabajando en ello -me prometió él.

Algo empezó a incomodarme, como si pudiera sen­tir un extraño punto ciego: sabía que había algo que no estaba viendo, pero era incapaz de señalarlo con el de­do. Algo obvio...

Y entonces dimos con la casa, a unos cien kilóme­tros al oeste de nuestro perímetro habitual. Era imposi­ble confundir el ruido, el bum, bum, bumde los graves, la musiquilla de videojuego, los gruñidos. Típico de nues­tra gente.

Solté mi mano y Diego me miró.

-Eh, que ni siquiera te conozco -le dije en tono jocoso-. Apenas hemos cruzado cuatro palabras por cul­pa del agua en la que hemos estado metidos durante todo el día. Hasta donde yo sé, bien podrías ser un ninja o un vampiro.

Sonrió de oreja a oreja.

-Lo mismo te digo, desconocida. -Y entonces cam­bió a un tono más bajo y más rápido-: Haz exactamen­te lo mismo que ayer. Mañana

por la noche saldremos juntos.

Quizás hagamos algún reconocimiento; averi­guaremos más sobre lo que está pasando.

-Suena como si fuera un plan. Quedará entre tú y yo.

Se inclinó hacia mí y me besó... apenas un roce, pe­ro en los labios. El sobresalto ante aquello me recorrió todo el cuerpo como un latigazo. Y entonces dijo:

-Manos a la obra.

Y descendió por la falda de la montaña camino del origen del ruido estridente sin volver la vista atrás. Ya es­taba interpretando el papel.

Un poco aturdida, seguí sus pasos a unos metros de distancia, sin olvidarme de mantener entre nosotros el mismo espacio de separación que dejaría respecto de cualquier otro.

La casa era del estilo de una gran cabaña de troncos de madera, arropada por pinos en una depresión del te­rreno y sin rastro de vecinos en kilómetros a la redonda. Las ventanas estaban a oscuras, como si la casa estuviese vacía, pero la estructura entera temblaba a causa de los potentes graves que provenían del sótano.

Diego entró primero, y yo intenté moverme detrás de él como si se tratase de Kevin o de Raoul, titubeante, guardando la distancia de seguridad. Encontró las esca­leras y descendió a la carga con paso firme.

-¿Intentabais dejarme atrás, panda de fracasados? -preguntó.

-Eh, mirad, Diego está vivo -oí responder a Kevin con una patente falta de entusiasmo.

-No gracias a vosotros -dijo Diego mientras yo me colaba en el oscuro sótano.

La única luz provenía de las diversas pantallas de te­levisión, pero aun así era mucho más de lo que cual­quiera de nosotros necesitaba. Me apresuré a llegar has­ta el fondo, donde Fred disfrutaba de un sofá para él solo, y me alegré de que cuadrase conmigo el hecho de parecer inquieta ya que no había forma de disimular mi estado. Tragué mucha saliva cuando me golpeó la re­pulsión y me aovillé en mi sitio habitual, en el suelo, detrás del sofá. Una vez allí tirada pareció que la fuerza repelente de Fred se debilitaba un poco. O quizá sólo era que me estaba acostumbrando a ella.

El sótano se encontraba más que medio vacío, ya que estábamos en plena noche, y todos los chicos que había allí lucían unos ojos iguales que los míos: de color rojo brillante, recién alimentados.

-Me llevó un rato arreglar tu estúpido desastre -le dijo Diego a Kevin-. Para cuando llegué a lo que queda­ba de la casa, ya casi había amanecido. He tenido que pasar todo el día sentado en una cueva llena de agua.

-Y a mí qué. Ve a chivarte a Riley.

-Veo que la cría también ha conseguido llegar-dijo una voz nueva, y me estremecí al constatar que era la de Raoul.

Sentí un ligero alivio por que no supiese mi nombre, pero por encima de todo me horrorizó que hubiese si­quiera reparado en mí.

-Sí, me ha seguido.

No podía ver a Diego, pero estaba segura de que su expresión era de indiferencia.

-Qué día más heroico el tuyo, ¿eh? -dijo Raoul con insidia.

-No nos dan puntos extra por ser unos capullos.

Recé por que Diego no se enfrentase a Raoul. Espe­raba que Riley regresase pronto, sólo él podía refrenar a Raoul.

Pero Riley probablemente se encontrase cazando chavales barriobajeros para llevárselos a ella. O dedicán­dose a lo que fuese que hiciera cuando salía.

-Interesante pose la tuya, Diego. Crees que le caes tan bien a Riley como para que le importe si yo te mato. Creo que te equivocas. De cualquier modo, en lo que a esta noche se refiere, él ya cree que estás muerto.

Pude oír que los demás se movían. Algunos proba­blemente para respaldar a Raoul, otros sólo para quitar­se de en medio. Titubeé en mi escondite, consciente de que no iba a dejar que Diego se enfrentase a ellos solo, pero preocupada por estropear nuestra tapadera si es que se llegaba a ese punto. Tuve la esperanza de que Die­go hubiese sobrevivido tanto tiempo por poseer algún tipo de habilidad bestial en el combate. Yo no podía ofre­cerle mucho en ese aspecto. Allí había tres miembros del grupo de Raoul y algunos otros que podrían ayudar­le tan sólo para ganarse sus simpatías. ¿Regresaría Riley antes de que les diese tiempo de quemarnos?

Cuando Diego le respondió, en su voz había calma.

-¿Tanto miedo tienes de enfrentarte conmigo a so­las? Típico.

Raoul resopló.

-¿Ha funcionado eso alguna vez? Quiero decir apar­te de en las películas. ¿Por qué habría de enfrentarme contigo a solas? No me preocupa en absoluto quedar por encima de ti. Lo que quiero es acabar contigo.

Cambié de postura, y me giré para ponerme en cu­clillas, en tensión para saltar.

Raoul seguía hablando. Le gustaba mucho el soni­do de su voz.

-Aunque para ocuparnos de ti, no va a ser necesario que participemos todos. Esos dos se ocuparán de la otra prueba de tu desafortunada supervivencia, la pequeña como-se-llame.

Sentí que se me helaba el cuerpo, congelado, como una piedra. Intenté sacudirme aquella sensación para poder darlo todo en la pelea. Tampoco eso hubiera cam­biado nada.

Y entonces sentí algo más, algo totalmente inespera­do: una ola de repulsión tan inaguantable que no pude mantenerme en cuclillas, y me derrumbé al suelo bo­queando horrorizada.

No fui la única que reaccionó. Oí los gruñidos de as­co y las arcadas que provenían de las cuatro esquinas del sótano. Algunos se fueron retirando hasta el fondo de la habitación, donde pude verlos. Luchaban en tensión contra las paredes y estiraban el cuello para apartar­lo, como si pudiesen escapar de aquella horrible sensa­ción. Al menos, uno de ellos era del grupo de Raoul.

Oí el inconfundible gruñido de Raoul, y a continua­ción se desvaneció a toda prisa escaleras arriba. No fue el único que salió pitando de allí. Aproximadamente la mitad de los vampiros que había en el sótano huyeron.

Yo no tuve esa opción. Apenas era capaz de moverme, y entonces caí en la cuenta de cuál debía de ser el motivo: hallarme tan cerca de Fred e El Freaky. El era el res­ponsable de lo que estaba pasando y, por muy mal que me sintiese, aún era capaz de percatarme de que proba­blemente me acababa de salvar la vida. ¿Por qué? La sensación de asco remitió poco a poco. En cuan­to pude, me agarré al sofá, me incorporé hasta el borde y observé con detenimiento las consecuencias. Todo el grupo de Raoul había desaparecido, pero Diego aún se­guía allí, en el extremo opuesto de la gran estancia, jun­to al televisor. Los vampiros que quedaban empezaban a relajarse, si bien todo el mundo tenía aspecto de estar aturdido. La mayoría de ellos lanzaba miradas caute­losas a Fred. Yo también le miré, desde su nuca, aun­que no pude ver nada. Aparté los ojos de él ensegui­da, ya que el hecho de mirarle reproducía en parte las náuseas.

-Haya calma.

La voz profunda provenía de Fred. Jamás le había oído hablar. Todos le miraron fijamente y de inmediato apartaron la vista por el retorno de la repulsión.

Entonces, eso era lo que Fred quería: su paz y su tranquilidad. Muy bien, qué más me daba, yo seguía vi­va gracias a eso. Con toda probabilidad, cualquier otra molestia distraería a Raoul antes del amanecer y descar­garía su ira con quien pasase por allí. Y Riley siempre regresaba al final de la noche; se enteraría entonces de que Diego había estado metido en su cueva y no al aire libre, que no había sido víctima del sol, y así Raoul no dispondría de una excusa para atacarle a él, o a mí.

Esa era la situación, como mínimo, en el mejor de los casos. Mientras tanto, quizás a Diego y a mí se nos ocurriera algún plan para evitar a Raoul.

De nuevo tuve la fugaz sensación de que estaba pa­sando por alto una solución obvia y, antes de poder discernidla, mis pensamientos se vieron interrumpidos.

-Lo siento.

Aquel mascullar profundo, casi silencioso, sólo po­día provenir de Fred. Era como si yo fuese la única que estuviese lo bastante cerca para llegar a oírle de verdad. ¿Estaba hablando conmigo?

Le volví a mirar y no sentí nada. No podía verle la cara, aún me daba la espalda. Tenía el pelo rubio, ondu­lado y abundante. Nunca había reparado en ello, a pe­sar de la cantidad de días que había pasado escondida a su sombra. Riley hablaba en serio cuando dijo que Fred era especial; repulsivo, pero especial de veras. ¿Se había imaginado Riley que Fred fuese tan... tan poderoso? Tan­to, que había sido capaz de arrasar en un segundo una habitación llena de vampiros.

Aunque no podía ver la expresión de su rostro, me daba la sensación de que Fred aguardaba una respuesta.

-Mmm, no te disculpes. -Respiré prácticamente sin hacer ruido-. Gracias.

Fred se encogió de hombros.

Y entonces me encontré con que no pude seguir mi­rándole.

Las horas transcurrieron con mayor lentitud de lo normal mientras esperaba que Raoul volviese a apare­cer. De vez en cuando intentaba mirar de nuevo a Fred -ver algo más allá de la protección que había creado para sí-, pero siempre me veía repelida. Si lo intentaba con demasiadas ganas, me sobrevenían arcadas.

Pensar en Fred resultó ser una buena distracción para no pensar en Diego. Cuando él se hallaba en la habitación, intentaba fingir que me daba igual. No le miraba, pero me concentraba en el sonido de su respi­ración -su inconfundible ritmo- para controlarlo. Se sentó en el extremo de la habitación opuesto al mío, a escuchar sus CD en un ordenador portátil. O quizá fin­gía escuchar música, igual que yo simulaba leer los li­bros de la mochila empapada que llevaba a la espalda. Pasaba las páginas a mi ritmo habitual, pero no presta­ba atención a nada. Estaba esperando a Raoul.

Afortunadamente, Riley llegó antes.

Raoul y su co­horte se encontraban justo detrás de él, si bien no tan alborotadores y odiosos como de costumbre. Quizá Fred les hubiese enseñado a mostrar un poco de respeto.

Aunque era probable que no. Lo más factible era que Fred los hubiese cabreado. Deseaba fervientemen­te que Fred nunca bajase la guardia.

Riley se fue directo hacia Diego; yo escuché dándo­les la espalda, con los ojos clavados en mi libro. Con mi visión periférica distinguí a varios de los idiotas de Raoul deambular buscando sus videojuegos favoritos o lo que fuese que estuvieran haciendo antes de que Fred los echase de allí. Kevin era uno de ellos, pero parecía estar buscando algo más específico que un pasatiempo. Sus ojos intentaron varias veces centrarse en el lugar donde yo me encontraba, pero el aura de Fred lo mantuvo a raya. Abandonó tras unos minutos, con aspecto de estar un poco mareado.

-Me han dicho que has conseguido volver -dijo Ri­ley con una voz que sonaba a sincero agrado-. Siempre puedo contar contigo, Diego.

-Sin problema ninguno -dijo Diego en tono relaja­do-. A no ser que me quites puntos por aguantar la res­piración un día entero.

Riley se rió.

-No apures tanto la próxima vez. Hay que dar ejem­plo a los pequeños.

Diego se rió con él, sin más. Me pareció ver con el rabillo del ojo que Kevin se había relajado un poco. ¿Tan preocupado estaba por la posibilidad de que Diego le metiese en problemas? Tal vez Riley escuchase más a Die­go de lo que yo había creído ver. Me pregunté si ésa era la razón por la cual Raoul se había mosqueado antes.

¿Se trataba de algo bueno, al fin y al cabo, si es que Diego estaba tan próximo a Riley? Tal vez Riley fuera buena gente. Aquella relación no comprometía lo nues­tro, ¿no?

El tiempo no pasó más rápido en absoluto cuando salió el sol. El sótano estaba atestado y el ambiente era inestable, como todos los días. Si los vampiros pudieran quedarse roncos, Riley se habría quedado sin voz de tanto gritar. Un par de chicos perdieron algún miem­bro de forma temporal, pero no se prendió fuego a na­die. La música entabló una batalla con la banda sonora de los juegos, y yo me alegré de no sufrir dolores de ca­beza. Intenté leer mis libros, pero acabé pasando las pá­ginas de uno tras otro sin preocuparme demasiado por forzar la vista para que se centrara en las palabras. Los dejé en un extremo del sofá, en una pila ordenada para Fred. Siempre le dejaba mis libros, aunque nunca pu­diese saber si los leía. No tenía la posibilidad de mirarle con la suficiente atención para ver, con exactitud, lo que él hacía con su tiempo.

Al menos Raoul nunca miraba en mi dirección. Ni tampoco Kevin o cualquiera de los otros. Mi escondite era tan eficaz como siempre. No podía ver si Diego esta­ba siendo lo bastante inteligente como para ignorarme; yo sí le estaba ignorando a él por completo. Nadie hu­biera podido sospechar que formábamos un equipo, excepto Fred, tal vez. ¿Se había fijado Fred cuando yo me preparaba para pelear junto a Diego? Aunque lo hu­biese hecho, el tema no me preocupaba demasiado. De haber albergado Fred alguna mala intención en parti­cular respecto a mí, me podía haber dejado morir ano­che. Habría sido sencillo.

Según el sol descendía, el bullicio iba in crescendo. Allí, bajo tierra y con todas las ventanas tapadas por si acaso, no podíamos ver como la luz se desvanecía, pero el haber pasado tantos interminables días esperando te daba una idea bastante acertada de cuándo terminaban éstos. Los chicos empezaban a inquietarse e importuna­ban a Riley preguntándole si ya podían salir.

-Kristie, tú ya saliste anoche -dijo Riley, y en su voz se podía notar como se le agotaba la paciencia-. Heather, Jim, Logan: adelante. Warren, tienes los ojos oscuros, ve con ellos. Eh, Sara, que no estoy ciego, vuelve aquí.

Los chicos que dejó en tierra se enfurruñaron en las esquinas, algunos de ellos a la espera de que Riley se marchara para poder escaparse a pesar de las normas de éste.

-Mmm, Fred, debe de ser ya tu turno -dijo Riley sin mirar en nuestra dirección.

Oí como Fred suspiraba al tiempo que se ponía en pie. Todo el mundo se iba encogiendo en actitud servil conforme Fred avanzaba hacia el centro de la sala, incluso Riley, pero al contrario que los demás, Riley esbo­zaba una leve sonrisa para sí. Le gustaba su vampiro con habilidades especiales.

Me sentí desnuda sin Fred. Ahora cualquiera se po­día fijar en mí. Me quedé absolutamente quieta, cabiz­baja, haciendo todo lo que estaba en mi mano por no atraer la atención sobre mi persona.

Por fortuna para mí, Riley tenía prisa esa noche. Apenas se detuvo a fulminar con la mirada a los que de un modo muy claro se aproximaban poco a poco a la puerta, y no digamos ya a amenazarles, mientras él mis­mo se dirigía al exterior. Normalmente nos obsequiaba con alguna variante de su habitual discurso acerca de pasar inadvertidos, pero esa noche no lo hizo. Parecía preocupado, inquieto. Me la hubiera jugado a que iba a verla a ella, y eso hacía que no me emocionase tanto la idea de reunimos con él al amanecer.

Aguardé a que Kristie y otros tres de sus compañe­ros habituales se dirigiesen al exterior, y me escabullí detrás de ellos en un intento por parecer un miembro de su séquito pero sin molestarlos. No miré a Raoul, ni a Diego. Me concentré en parecer intrascendente, que nadie reparase en mí. Una vampira cualquiera.

Una vez nos encontramos fuera de la casa, me sepa­ré inmediatamente de Kristie y me apresuré a adentrar­me en el bosque con la esperanza de que sólo Diego se molestase en seguir mi olor. A la mitad de la ascensión por la ladera de la montaña más cercana, me encaramé en las ramas más altas de un gran abeto que superaba a sus vecinos en varios metros. Me ofrecía una visión bas­tante buena de quienquiera que intentase rastrearme.

Resultó que estaba pecando de ser excesivamente cautelosa. Tal vez me había pasado todo el día siéndolo. Diego fue el único que vino a buscarme. Lo vi en la dis­tancia y desanduve mis pasos para encontrarme con él.

-Qué día más largo -dijo mientras me abrazaba-. Tu plan es duro.

Le correspondí en el abrazo y me maravillé ante lo agradable que era.

-Quizá me esté comportando como una paranoica.

-Siento lo de Raoul. Estuvo cerca.

Hice un gesto de asentimiento.

-Qué bien que Fred dé tanto asco.

-Me pregunto si Riley es consciente de la fuerza que tiene ese chico.

-Lo dudo. Nunca le había visto hacer eso antes, y he pasado mucho tiempo cerca de él.

-Bueno, eso es problema de Fred el Freaky. Nosotros ya tenemos nuestro propio secreto que contarle a Riley.

Sentí un escalofrío.

-Todavía no estoy segura de que sea una buena idea. -No lo sabremos hasta que veamos cómo reacciona Riley.

-Por lo general, no me gusta nada no conocer las cosas.

Diego entrecerró los ojos en un gesto especulativo. -¿Qué opinión tienes de ir a la aventura? -Depende.

-Vale, estaba pensando en las prioridades del club. Ya sabes, sobre lo de averiguar tanto como nos sea po­sible.

-¿Y...?

-Creo que deberíamos seguir a Riley, averiguar qué está haciendo.


Le miré fijamente.

-Pero sabrá que le hemos seguido. Percibirá nues­tros olores.

-Ya lo sé. Así es como yo lo veo: yo sigo su rastro; tú te alejas a unos cientos de metros de distancia y sigues el ruido que yo haga. Entonces Riley sólo sabrá que yo le he seguido, y le puedo contar que lo he hecho porque tengo algo importante que compartir con él. Ahí es cuando yo le descubro el gran pastel con el efecto de la bola de discoteca. Entonces veré qué dice al respecto. -Sus ojos se iban entrecerrando mientras me examina­ba-. Pero tú... por ahora no sueltes prenda, ¿vale? Yo te contaré si le ha entrado bien el tema.

-¿Y si vuelve temprano de adondequiera que se diri­ja? ¿No querías que fuese próximo al amanecer para po­der mostrarle el brillo?

-Sí... ése es un posible inconveniente, sin duda, y puede afectar al desarrollo de la conversación.

Pero creo que deberíamos arriesgarnos. Parecía como si esta noche tuviese prisa, ¿no crees? Como si necesitase toda la noche para lo que sea que esté haciendo.

-Tal vez. O quizá tuviese muchísima prisa por ir a verla a ella. Ya sabes, podríamos evitar darle ninguna sorpresa a Riley si es que ella anda cerca.

Ambos hicimos un gesto de dolor.

-Cierto. Aun así... -Arrugó la frente-. ¿No te da la impresión de que sea lo que fuere que se esté cociendo es algo inminente? Como si no contásemos con toda la eternidad para averiguarlo.

Asentí con tristeza.

-Sí, así es.

-Aprovechemos, pues, nuestras oportunidades. Riley confía en mí, y yo tengo un buen motivo para querer hablar con él.

Pensé en su estrategia. Aunque sólo le conocía de un día, en realidad, era sin embargo consciente de que aquel nivel de paranoia no resultaba típico de Diego.

-Este enrevesado plan tuyo... -dije.

-¿Qué le pasa? -me preguntó.

-Suena a una especie de plan en solitario, no tanto a la aventura de un club; al menos, en lo que a la parte peligrosa se refiere.

Su cara adoptó una expresión que me indicaba que le había pillado.

-Mi idea es ésta: es en mí en quien... -vaciló, duda­ba en encontrar la palabra exacta- confía Riley. Yo soy el único que se va a arriesgar a caer en desgracia con él si es que me equivoco.

Miedosa como era, aquello no me iba para nada.

-Los clubes no funcionan así.

Asintió con una expresión nada clara.

-Muy bien, lo pensamos durante el trayecto. -No creí que quisiera decir eso realmente-. Quédate en los árbo­les, sigue mi rastro desde arriba, ¿de acuerdo? -concluyó.

-Sí.

Se encaminó de vuelta a la cabaña a gran velocidad. Le seguí por entre las ramas, la mayoría de ellas tan jun­tas unas de otras que rara vez me fue necesario realmen­te saltar de un árbol a otro. Reduje al máximo la brus­quedad de mis movimientos con la esperanza de que las ramas, al ceder bajo mi peso, pareciesen mecidas por el viento. Era una noche de brisa, lo cual ayudaría. Hacía frío para ser verano, pero la temperatura tampoco me importaba demasiado.

Diego captó el rastro de Riley en el exterior de la casa sin mayores problemas y a continuación salió tras él en un trote rápido mientras que yo avanzaba unos cuantos metros por detrás y a unos cien metros al norte, en una zona más elevada de la pendiente. Cuando el fo­llaje era realmente espeso, frotaba de vez en cuando y de forma leve el tronco de un árbol para que yo no per­diese el rastro.

Seguimos avanzando, él corriendo y yo como la per­sonificación de una ardilla voladora, durante quince minutos aproximadamente, antes de que Diego amino­rara la marcha. Debíamos de estar acercándonos. Me desplacé a una zona más alta de las ramas, en busca de un árbol desde donde pudiera disfrutar de una buena vista. Escalé a uno que se alzaba sobre los de alrededor, y escruté la escena.

A menos de un kilómetro de distancia había un enor­me claro entre los árboles, un campo abierto que cubría una extensión de más de una hectárea. Cerca del centro del claro, más próximo a los árboles de la zona oriental, se emplazaba lo que parecía una casita de caramelo agi­gantada. En pintura brillante de color rosa, verde y blan­ca, estaba recargada hasta el punto de llegar a la ridi­culez, con unos elaborados adornos y florones en cada arista imaginable. En una situación sin tanta tensión, sin duda me hubiera reído.

No se veía a Riley por ninguna parte pero, allá aba­jo, Diego se había detenido, así que asumí que aquél era el punto final de nuestra persecución. Tal vez se tra­tase de la casa de repuesto que Riley estaba preparando para cuando la gran cabana de troncos se viniese abajo, excepto porque era más pequeña que cualquiera de las otras casas donde nos habíamos quedado, y no tenía as­pecto de contar con un sótano. Además, se encontraba mucho más lejos aún de Seattle que la última.

Diego levantó la vista hacia mí, y le hice una señal para que se me uniera. Asintió y desanduvo parte de su camino. Dio entonces un enorme salto -me pregunté si yo hubiera sido capaz de llegar tan alto aun siendo joven y fuerte como era- y se agarró a una rama a media altura del árbol más cercano. A menos que alguien hubiese estado extraordinariamente atento, nadie habría repa­rado en que Diego se desvió de su senda. Aún más: fue saltando por las copas de los árboles para asegurarse de que su rastro no conducía directamente al mío.

Cuando por fin decidió que ya era seguro unirse a mí, me tomó de la mano enseguida. En silencio, hice un gesto con la cabeza en dirección a la casa de la tarta. Él contrajo una de las comisuras de sus labios.

De forma simultánea, comenzamos a desplazarnos lentamente hacia el costado oriental de la casa, mante­niéndonos en lo alto de los árboles. Nos acercamos tan­to como nos atrevimos -dejamos algunos árboles entre la casa y nosotros a modo de cobertura- y nos queda­mos allí sentados, en silencio, escuchando.

La brisa colaboró amainando un poco, y pudimos oír algo: el extraño sonido de unos tics y unos roces. Al principio no reconocí lo que estaba oyendo, pero en­tonces Diego esbozó otra leve sonrisa, frunció los labios y me lanzó un beso silencioso.

En el caso de los vampiros, los besos no sonaban igual que los humanos. Nada de células esponjosas, blandas, repletas de líquido, que se apretujasen las unas contra las otras. Labios pétreos tan sólo, sin elasticidad.

Ya había oído antes el sonido de un beso entre vampiros -el roce de los labios de Diego sobre los míos anoche-, pero yo jamás lo habría relacionado. Era algo demasia­do lejano de lo que esperaba encontrarme allí.

Este descubrimiento le dio la vuelta a todo lo que te­nía en la cabeza. Había asumido que Riley iba a verla a ella, bien para recibir instrucciones o para llevarle nue­vos reclutas, eso no lo sabía. Pero jamás me había imagi­nado tropezarme con aquel... nidito de amor. ¿Cómo era Riley capaz de besarla, a ella? Me estremecí y miré a Diego, que también parecía ligeramente horrorizado, aunque se encogió de hombros.

Mis pensamientos regresaron a aquella última no­che de humanidad, y me convulsioné al ir recordando el ardor tan vivido. Intenté atravesar tanta falta de ni­tidez y recuperar en mi mente los momentos previos a aquello... En primer lugar, el acuciante temor que me invadió cuando Riley detuvo el coche frente a la casa os­cura; la sensación de seguridad que me había dado aquel pedazo de hamburguesa se había disuelto por comple­to. No sabía qué hacer, me apartaba poco a poco, y en­tonces me agarró del brazo con una fuerza férrea y me sacó del coche de un tirón, como si fuera un muñeco, in­grávida. El terror y la incredulidad que sentí cuando se plantó frente a la puerta en un salto de diez metros. El terror y el dolor que ya no dejaban espacio a la incredu­lidad cuando me fracturó el brazo a tirones, al hacerme atravesar la puerta para adentrarnos en la oscuridad de la casa. Y entonces aquella voz.

Pude oírla de nuevo al concentrarme en el recuer­do. Aguda y cantarína, como la de una niña pequeña, pero protestona. Una cría con una pataleta.

Recordé sus palabras:

-¿Y ésta, por qué la has traído siquiera? Es demasia­do pequeña.

Fue algo parecido a eso, pensé. Tal vez no fueran las palabras exactas, pero sí el sentido.

Estaba segura de que Riley había sonado deseoso de complacerla con su respuesta, temiendo decepcionarla.

-Pero es otro cuerpo más. Otra distracción, al menos.

Creo que entonces gimoteé, y él me sacudió de un modo doloroso, pero no me había vuelto a hablar. Co­mo si yo fuese un perro, no una persona.

-Toda esta noche ha sido un desperdicio -se había quejado la voz aniñada-. Los he matado a todos. ¡Ah!

Recordé que entonces la casa se estremeció, como si un coche hubiese chocado contra su estructura. Ahora me daba cuenta de que, probablemente, ella le había dado una patada a algo para evidenciar su frustración.

-Muy bien. Supongo que incluso una pequeña es mejor que nada, si esto es todo lo que eres capaz de ha­cer. Y ya estoy tan llena que debería poder parar.

Entonces, la fuerza de los dedos de Riley desapare­ció y me dejó a solas con la voz, en ese instante estaba demasiado aterrorizada como para emitir ningún soni­do. Me limité a cerrar los ojos, aunque ya estaba total­mente a ciegas en la oscuridad. No grité hasta que algo me cortó en el cuello, me quemó como una cuchilla ba­ñada en ácido.

Me encogí con aquel recuerdo e hice un esfuerzo para desterrar la siguiente escena de mi mente. En su lugar, intenté concentrarme en aquella breve conversa­ción. Ella no sonaba como si estuviese hablando con su amante o incluso con un amigo. Más bien como si lo estuviese haciendo con un subordinado, uno que no le cayese especialmente bien y a quien podría despedir pronto.

No obstante, el extraño sonido del besuqueo de los vampiros proseguía. Alguien dejó escapar un suspiro de satisfacción.

Miré a Diego con el ceño fruncido. Aquel intercam­bio no nos decía mucho. ¿Cuánto tiempo teníamos que quedarnos?

El continuaba con la cabeza ladeada, escuchando con atención.

Y tras unos pocos minutos más de paciencia, los soni­dos románticos, apagados, se interrumpieron de golpe.

-¿Cuántos?

La voz sonaba amortiguada por la distancia, pero aún era clara. Y reconocible. Aguda, casi un trino, como una cría consentida.

-Veintidós -respondió Riley, que sonaba orgulloso.

Diego y yo intercambiamos una mirada brusca. No­sotros éramos veintidós, en el último recuento al menos. Debían de estar hablando sobre nosotros.

-Creía que había perdido a otros dos por culpa del sol, pero uno de mis chicos mayores es... obediente -prosiguió Riley. Su voz reflejaba un tono casi afectuoso cuando habló de Diego como de uno de sus chicos-. Tie­ne un refugio subterráneo: se escondió allí con la otra más joven.

-¿Estás seguro?

Se produjo una larga pausa, sin sonidos románticos esta vez. Aun en la distancia, pensé que podía sentir cierta tensión.

-Claro. Es un buen chico, estoy seguro.

Otra pausa tensa. No entendí aquella pregunta. ¿Qué quería decir con «estás seguro»? ¿Pensaba ella que Riley se había enterado de la historia a través de un tercero en lugar de haberlo visto con sus propios ojos?

-Veintidós está bien -musitó ella, y la tensión pare­ció relajarse-. ¿Cómo está evolucionando su conducta? Algunos tienen ya casi un año. ¿Siguen aún los patrones normales?

-Sí. Todo lo que me dijiste que hiciera funciona a la perfección. No piensan, se limitan a hacer lo que siem­pre han hecho. Y los puedo distraer con la sed en cual­quier momento. Eso los mantiene bajo control.

Volví a mirar a Diego con el ceño fruncido. Riley no quería que pensáramos. ¿Por qué?

-Qué bien lo has hecho -le arrulló nuestra creado­ra, y entonces se oyó otro beso-. ¡Veintidós!

-¿Ha llegado la hora? -preguntó Riley, ansioso.

La respuesta se produjo de inmediato, como una bo­fetada.

-¡No! Aún no he decidido cuándo. -No lo entiendo.

-Ni falta que hace. Te basta con saber que nuestros enemigos poseen grandes poderes. Cualquier precau­ción es poca. -Su voz se suavizó y se tornó dulzona otra vez-. Pero bueno, tenemos a veintidós aún vivos, nada más y nada menos. Ni con lo que ellos son capaces de ha­cer... ¿De qué iba a servirles contra veintidós?

Dejó escapar el tintineo de una leve risa.

Diego y yo no habíamos dejado de mirarnos durante aquella conversación, y en sus ojos podía ver entonces que estaba pensando lo mismo que yo. Sí, nos habían creado con una finalidad, como habíamos supuesto. Teníamos un enemigo, o más bien, nuestra creadora tenía un enemigo. ¿Importaba acaso el matiz?

-Decisión, decisión -mascullaba-. Todavía no. Tal vez un grupo más, sólo para asegurarnos.

-Traer más podría provocar que nuestro número en realidad descendiese -advirtió Riley titubeante, como si fuese con cuidado para no contrariarla-. La situación siempre se vuelve inestable cuando introducimos un gru­po nuevo.

-Cierto -admitió ella, y yo me imaginé a Riley en un suspiro de alivio al ver que no se había enfadado.

Bruscamente, Diego dejó de mirarme y clavó los ojos más allá de la pradera. Yo no había oído ningún movimiento procedente de la casa, pero quizás ella hu­biese salido al exterior. Mi cabeza giraba con espasmos al tiempo que el resto de mi ser se había convertido en una estatua, y vi lo que había alertado a Diego.

Cuatro siluetas cruzaban el espacio abierto en direc­ción a la casa. Se habían adentrado en el claro desde el oeste, el punto más lejano al lugar donde nos ocultába­mos nosotros. Todos vestían unas largas capas oscuras con grandes capuchas, así que en un principio pensé que eran humanos. Gente rara, pero humanos al fin y al cabo, porque ninguno de los vampiros que yo conocía vestía ropa gótica y a juego. Y ninguno se desplazaba de un modo tan suave, controlado y... elegante. Pero en­tonces me percaté de que ninguno de los humanos que había conocido era capaz de moverse así, es más, tam­poco lo podían hacer de una forma tan silenciosa. Las oscuras túnicas se deslizaron por la hierba en un silen­cio absoluto. De manera que, o bien eran vampiros, o bien eran cualquier otra cosa sobrenatural. Fantasmas, quizá. Pero si eran vampiros, se trataba de vampiros pa­ra mí desconocidos, y eso significaba que bien podrían ser los enemigos de quien ella hablaba. De ser así, tenía­mos que salir pitando de allí a la voz de ya, porque no contábamos con otros veinte vampiros de nuestro lado en aquel preciso instante.

Estuve a punto de largarme en ese momento, pero temía demasiado atraer la atención de las siluetas enca­puchadas.

Observé por tanto como avanzaban con suavidad y reparé en otras cosas acerca de ellos: como permane­cían en una perfecta formación en rombo que no se desviaba en absoluto con independencia de los cam­bios en el terreno bajo sus pies; como el de la punta del rombo era mucho más pequeño que los demás, y su tú­nica era también más oscura. Como aparentaban no ir rastreando su recorrido, no intentaban seguir el rastro de ningún olor. Simplemente, sabían cómo llegar. Qui­zá los hubiesen invitado.

Se desplazaron directos hacia la casa y, cuando em­pezaron a subir en silencio los escalones de acceso a la puerta principal, entonces sentí que podía volver a res­pirar. Al menos, no venían a por Diego ni a por mí. Cuan­do se hallasen fuera del alcance de nuestra vista, po­dríamos desaparecer con el sonido del siguiente soplo de brisa entre los árboles, y nunca sabrían que había­mos estado allí.

Miré a Diego y moví ligeramente la cabeza en la di­rección por la que habíamos venido. El entrecerró los ojos y levantó un dedo. Ah, genial, quería quedarse. Le puse los ojos en blanco y me sorprendí de ser aún capaz de llegar al sarcasmo a pesar del miedo que tenía.

Ambos volvimos a observar la casa. Los encapucha­dos habían entrado sin hacer ruido, pero me di cuenta de que ni ella ni Riley habían hablado desde que avista­mos a los visitantes. Tenían que haber oído algo o sabi­do de algún otro modo que se hallaban en peligro.

-No os toméis la molestia -ordenó con dejadez una voz monótona y muy clara. No era tan aguda como la de nuestra creadora, pero a mis oídos seguía sonando femenina-. Creo que sabéis quiénes somos, de manera que debéis ser conscientes de que carece de todo senti­do intentar sorprendernos. U ocultaros de nosotros. O enfrentaros a nosotros. O huir.

Una risotada profunda, masculina, que no pertene­cía a Riley, resonó amenazadora por toda la casa.

-Relajaos -indicó la primera voz carente de infle­xión, la chica encapuchada. Su voz poseía el inconfun­dible timbre que me aseguraba su condición de vampi­ro, no de fantasma ni de cualquier otra pesadilla-. No hemos venido a destruiros. Aún.

Se produjo un instante de silencio y, a continuación, una serie de movimientos apenas audibles. Un cambio de posiciones.

-Si no habéis venido a matarnos, entonces... ¿a qué? -preguntó nuestra creadora, tensa y estridente.

-Deseamos conocer vuestras intenciones. Más con­cretamente, si incluyen... a cierto clan local -explicó la chica encapuchada-. Nos preguntamos si tienen algu­na relación con el caos que habéis creado aquí. Creado ilegalmente.

Diego y yo fruncimos el ceño de forma simultánea. Nada de aquello tenía sentido, pero la última parte era la más extraña. ¿Qué podría ser ilegal para los vampiros? ¿Qué policía, qué juez, qué cárcel podría tener po­der sobre nosotros?

-Sí -siseó nuestra creadora-. Mis planes consisten en ellos, pero aún no podemos movernos, es complicado.

Un deje petulante se apoderó de su voz al final.

-Créeme, conocemos las dificultades mejor que tú. Resulta notable que hayáis conseguido manteneros tan­to tiempo fuera del alcance del radar, por así decirlo. Y dime -una brizna de interés tiñó su monotonía-, ¿có­mo lo estáis logrando?

Nuestra creadora titubeó y arrancó a hablar de for­ma apresurada. Casi como si se hubiese producido algu­na clase de intimidación silenciosa.

-No he tomado la decisión -soltó ella. Luego añadió con más lentitud, de un modo involuntario-: De atacar. No he decidido hacer nada con ellos.

-Burdo, pero efectivo -dijo la chica encapuchada-. Desafortunadamente, vuestro período de reflexión ha llegado a su fin. Debes decidir, ahora, qué vas a hacer con tu pequeño ejército. -Los ojos de Diego y los míos se abrieron de par en par ante aquel término-. De otro modo, será nuestra obligación castigaros como exige la ley. Este aplazamiento, si bien breve, me atribula. No es nuestra costumbre. Te sugiero que nos ofrezcáis cuanta tranquilidad esté en vuestras manos... pronto.

-¡Iremos ahora mismo! -se ofreció Riley ansioso, y se produjo un nítido siseo.

-Iremos lo antes posible -corrigió furiosa nuestra creadora-. Hay mucho que hacer. Entiendo que deseáis nuestro éxito, ¿no? Necesitaré entonces algo de tiempo para entrenarlos, instruirlos, ¡nutrirlos!

Hubo una breve pausa.

-Cinco días. A continuación vendremos a por voso­tros, y no hay piedra bajo la cual podáis ocultaros ni ve­locidad a la que seáis capaces de volar que os salve. Si para el momento en que vengamos no habéis lanzado vuestro ataque, arderéis -dijo esto sin más amenaza que la absoluta certeza.

-¿Y si ya hubiera lanzado mi ataque? -quiso saber nuestra creadora, impresionada.

-Ya veremos -respondió la chica encapuchada en un tono de voz más animado que hasta entonces-. Su­pongo que todo depende del éxito que obtengáis. Esfuérzate en complacernos.

Dio aquella última orden en un tono plano, duro, que me produjo un extraño escalofrío en lo más hondo de mi cuerpo.

-Sí -gruñó nuestra creadora.

-Sí -repitió Púley en un susurro.

Un segundo más tarde, los vampiros de las túnicas salían sin ruido alguno de la casa. Ni Diego ni yo respi­ramos siquiera hasta pasados cinco minutos de su de­saparición. En el interior de la casa, nuestra creadora y Riley estaban igual de silenciosos. Transcurrieron otros diez minutos en una quietud absoluta.

Toqué el brazo de Diego. Aquélla era nuestra opor­tunidad de salir de allí. Había dejado de tener miedo de Riley. Quería alejarme tanto como pudiese de aquellas túnicas oscuras. Deseaba la seguridad de la multitud que me aguardaba allá en la cabana de madera, y supuse que así era exactamente como nuestra creadora se sentía también. El motivo por el cual había creado a tantos de nosotros en primera instancia. Ahí fuera había algunas cosas más aterradoras de lo que yo había imaginado. Diego vaciló, aún a la escucha, y un segundo más tarde su paciencia se vio recompensada.

-Bueno -susurró ella dentro de la casa-. Ahora ya lo saben.

¿Se refería a los encapuchados o al misterioso clan? ¿Cuál de ellos era el enemigo que había mencionado antes de la escena de terror?

-Eso no importa. Somos más que...

-¡Toda advertencia importa! -gruñó, cortándole en seco-. Hay mucho por hacer. ¡Sólo cinco días! -se que­jó-. No le demos más vueltas. Empiezas esta noche.

-No te fallaré -prometió Riley.

Mierda. Diego y yo nos movimos al tiempo, saltamos de nuestro escondite en lo alto al árbol siguiente, de re­greso por donde habíamos venido. Ahora Riley tenía prisa, y si captaba el rastro de Diego después de todo lo que había pasado con los encapuchados y no había nin­gún Diego al final del mismo...

-Tengo que volver y estar allí esperando -me susu­rró Diego mientras corríamos-. Por suerte, no se ve des­de la casa. No quiero que sepa que lo he oído.

-Deberíamos ir juntos a hablar con él.

-Demasiado tarde para eso. Se habrá dado cuenta de que tu olor no estaba en el rastro. Parece sospechoso.

-Diego...

Me la había jugado para apartarme de aquello.

Regresamos al punto donde nos habíamos unido. Habló en un susurro precipitado.

-Cíñete al plan, Bree. Le contaré lo que había pla­neado contarle. Aún falta para que amanezca, pero es así como ha de ser. Si no me cree... -Diego se encogió de hombros-. Tiene preocupaciones mucho más serias que mi febril imaginación. Tal vez haya más posibilida­des de que me escuche ahora: al parecer necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir, y tener la posibi­lidad de salir durante el día no puede ser malo.

-Diego... -repetí, sin saber qué más decir.

Me miró a los ojos, y esperé a que sus labios adopta­sen aquella sonrisa relajada, a que hiciese alguna bro­ma sobre ninjas o IA Es.

Pero lo hizo. En cambio, se inclinó hacia mí lenta­mente, sin apartar sus ojos de los míos en ningún momen­to, y me besó. Sus labios suaves presionaron los míos durante un segundo eterno, mientras nos mirábamos fijamente el uno al otro.

Entonces se separó de mí y suspiró.

-Vuelve a casa, escóndete detrás de Fred y actúa co­mo si no supieras nada. Yo estaré ahí mismo, detrás de ti.

-Ten cuidado.

Tomé su mano, la apreté con fuerza y la solté. Riley había hablado de Diego con afecto. Ahora tendría que mantener la esperanza de que tal afecto fuese real. No me quedaba otra opción.

Diego desapareció entre los árboles, silencioso como el roce de la brisa. No perdí un instante en seguirle con la mirada y me desplacé por las ramas en un sprint en línea recta, camino de regreso a la casa. Esperaba con­servar aún en los ojos el suficiente brillo de la noche anterior para poder explicar mi ausencia. Una caza rá­pida. Tuve suerte y me topé con un excursionista solita­rio. Nada fuera de lo normal.

El seco sonido del golpeo de la música que me reci­bió al aproximarme iba acompañado del inconfundible aroma dulce, ahumado, de un vampiro que ardía. Mi nivel de pánico se disparó por las nubes. En el interior de la casa podía morir con la misma facilidad que en el exterior, pero no tenía otra salida. No aminoré la mar­cha, sino que bajé a toda prisa las escaleras y me fui di­recta a la esquina desde la cual apenas era capaz de dis­tinguir a Fred el Freaky de pie. ¿Buscaba algo que hacer? ¿Cansado de estar sentado? No tenía ni idea de lo que pretendía, ni me importaba. Iba a pegarme bien a él has­ta que Riley y Diego regresaran.

En medio del suelo había una pila humeante, dema­siado grande para tratarse de tan sólo una pierna o un brazo. Al garete los veintidós de Riley.

Nadie parecía terriblemente preocupado por los res­tos humeantes. El escenario era demasiado habitual.

Al acercarme veloz a Fred, por una vez la sensación de asco no se hizo más intensa, sino que se desvaneció. No tenía aspecto de haber reparado en mí siquiera, si­guió leyendo el libro que sostenía, uno de esos que le había dejado días atrás. No me costó ver lo que hacía ahora que me hallaba tan próxima al lugar donde él se encontraba apoyado contra el respaldo del sofá. Vacilé y me pregunté el porqué de todo aquello. ¿Acaso era capaz de sofocar a voluntad aquella cosa nauseabun­da que él hacía? ¿Significaba eso que ambos nos encon­trábamos desprotegidos en aquel momento? Al menos, Raoul todavía no había regresado a casa, gracias a Dios, aunque sí estaba Kevin.

Por vez primera vi el verdadero aspecto de Fred. Era alto, tal vez un metro noventa, y el pelo rubio, ondula­do y denso en el que ya me había fijado antes. Era an­cho de hombros y musculoso. Parecía mayor que casi todos los demás, como un estudiante universitario y no del instituto. Y-ésta fue la parte que, por algún motivo, más me sorprendió- era guapo. Tanto como cualquier otro, más guapo, quizá, que la mayoría. No sabía por qué aquello me resultaba tan alucinante, e imaginé que sólo era porque yo siempre había asociado a Fred con la repulsión.

Me sentí muy rara por quedarme mirando. Di un vistazo alrededor de la sala por si alguien se había dado cuenta de que Fred estaba normal -y atractivo- por el momento. Nadie nos miraba, y yo le eché una mirada furtiva a Kevin, lista para apartar los ojos de golpe si se daba cuenta, pero los suyos se encontraban fijos en al­gún punto a la izquierda de donde nosotros nos encon­trábamos. Tenía el ceño ligeramente fruncido. Antes de que tuviese tiempo de apartar la mirada, sus ojos me pa­saron por alto y se posaron a mi derecha. Las arrugas de su frente se hicieron más pronunciadas. Como si... estu­viese intentando verme y no pudiese.

Sentí que las comisuras de los labios se me arquea­ban pero sin llegar a sonreír. Había mucho por lo que preocuparse como para disfrutar de verdad con la ce­guera de Kevin. Volví a mirar a Fred al tiempo que me preguntaba si regresaría el punto de asco, sólo para ver que también estaba sonriendo conmigo. Con una son­risa, estaba de veras espectacular.

El momento pasó, y Fred regresó a su libro. Yo estu­ve un rato sin moverme, a la espera de que sucediese algo. Que Diego entrase por la puerta. O bien Riley con Diego. O bien Raoul. O que la náusea atacase de nuevo, o que Kevin me fulminase con la mirada. O que se liase la siguiente bronca. Cualquier cosa.

Pero nada sucedió, así que acabé por recobrar la compostura e hice lo que debería haber hecho hace ra­to: fingir que no pasaba nada fuera de lo normal. Cogí un libro del montón cerca de los pies de Fred, me senté allí mismo e hice como si estuviese leyendo. Probable­mente se trataba de uno de los mismos libros que ya ha­bía fingido leer ayer, pero no me sonaba. Fui pasando las páginas, de nuevo sin quedarme con nada.

Mis pensamientos volaban en círculos pequeños y apretados. ¿Dónde estaba Diego? ¿Cómo había reaccio­nado Riley ante su historia? ¿Qué significaba todo aque­llo, la charla previa a los encapuchados, la charla poste­rior a los encapuchados?

Lo fui desmenuzando en sentido cronológico in­verso, en un intento por hacer que las piezas encajasen formando una imagen reconocible. El mundo de los vampiros contaba con una especie de policía, y daban verdadero pavor. Este grupo de vampiros desquiciados con meses de vida era, al parecer, un ejército, y ese ejér­cito era de algún modo ilegal. Nuestra creadora tenía un enemigo. Borra eso, dos enemigos. Nos disponía­mos a atacar a uno de ellos en un plazo de cinco días o, de no ser así, los otros enemigos, los temibles encapu­chados, la atacarían a ella, o a nosotros, o a todos. Iban a entrenarnos para el ataque... tan pronto como Riley regresase. Lancé una mirada furtiva a la puerta y ense­guida me obligué a plantar los ojos en el libro que tenía delante. Pero entonces le tocaba el turno al tema previo a los visitantes. La mujer estaba preocupada por alguna decisión. Le agradaba disponer de tantos vampiros, tan­tos soldados. Riley se había alegrado de que Diego y yo hubiéramos sobrevivido... Confesó haber pensado que había perdido a dos más por culpa del sol, así que eso debía significar que no conocía la verdadera reacción que el sol producía en los vampiros. Lo que ella le había dicho a continuación sí que sonó raro. Le había pre­guntado si estaba seguro. ¿Seguro de que Diego hubie­se sobrevivido? ¿O... seguro de que la historia de Diego fuese cierta?

El último pensamiento me aterrorizó. ¿Sabía ya ella que el sol no nos hacía daño? Si lo sabía, ¿por qué había mentido a Riley y, a través de él, también a nosotros?

¿Por qué querría tenernos a oscuras, literalmente? ¿Tan importante era para ella que no supiéramos nada? ¿Lo bastante importante como para que Diego se viese metido en un lío? Sin ayuda de nadie me estaba dejan­do arrastrar a un estado de pánico, helada de miedo. Si aún pudiese sudar, en ese momento lo estaría haciendo a chorro. Tuve que centrarme para pasar la página, pa­ra mantener la vista baja.

¿Vivía Riley engañado, o estaba también en el ajo? Cuando dijo que creía haber perdido a dos más por cul­pa del sol, ¿se refería al sol de forma literal... o se refería a la mentira del sol?

Si se trataba de la segunda opción, entonces saber la verdad era sinónimo de estar perdido. El pánico se adueñó de mis pensamientos.

Intenté ser racional y encontrarle un sentido a todo aquello. Resultaba más difícil sin Diego. Tener alguien con quien hablar, con quien relacionarme, aguzaba mi capacidad de concentración. Sin eso, el temor acecha­ba mis pensamientos, que se retorcían con la sempiter­na sed. La tentación de la sangre se encontraba siempre a flor de piel. Aún ahora, bastante bien alimentada, po­día sentir el ardor y la necesidad.

«Piensa en ella, piensa en Riley», me dije. Tenía que ser capaz de entender por qué mentiría -si es que men­tían-, y así tener la posibilidad de descubrir qué signifi­caría para ellos que Diego supiera su secreto.

Si no nos hubiesen mentido, si nos hubieran conta­do a todos que el día era tan seguro como lo era la no­che, ¿en qué medida habría cambiado eso las cosas? Me imaginé cómo sería si no tuviésemos que estar todo el día confinados en un sótano aislado de la luz, si los vein­tiuno que éramos -quizá menos ahora, en función de cómo lo estuvieran llevando los miembros que forma­ban las partidas de caza- fuésemos libres para hacer lo que nos viniese en gana cuando nos diese la gana.

Querríamos cazar, eso por descontado.

Sin la obligación de regresar, si no tuviéramos que escondernos... bueno, muchos no pasaríamos por aquí muy a menudo. Resultaría difícil estar pendiente de vol­ver mientras la sed nos dominase. Pero ¡qué profundo nos había grabado Riley en la frente la amenaza de las llamas, de revivir aquel espantoso dolor por el que to­dos pasamos una vez! Esa era la razón de que nos pudié­semos contener: el instinto de conservación, el único ins­tinto más fuerte que la sed.

De modo que aquella amenaza nos mantuvo juntos. Había otros escondites, como la cueva de Diego, pero ¿quién más pensaba en ese tipo de cosas? Ya teníamos un lugar adonde ir, una base, así que era allí adonde íba­mos. La lucidez no era el fuerte de los vampiros. O, al menos, no el de los vampiros jóvenes. Riley era lúcido. Diego era más lúcido que yo. Aquellos vampiros de las túnicas exhibían un control aterrador. Me estremecí. De manera que la rutina no nos dominaría para siempre. ¿Qué harían cuando fuéramos más mayores, más lúcidos? Me di cuenta de que nadie allí era más mayor que Riley. Todos éramos nuevos. Ella necesitaba ahora a unos cuantos de nosotros para su enemigo misterioso, pero ¿qué pasaría después?

Tenía la fuerte sensación de no desear quedarme por allí para cuando esa parte llegara, y de pronto reparé en algo increíblemente obvio. Se trataba de la solución que me había estado rondando la cabeza con anterioridad, cuando seguía el rastro de la manada de vampiros hasta aquí, con Diego.

No tenía que quedarme para esa parte. No tenía por qué quedarme ni una sola noche más.

Había vuelto a convertirme en una estatua mientras pensaba en aquella idea tan maravillosa.

Si Diego y yo no hubiéramos sabido hacia dónde era más probable que el grupo se dirigiese, ¿habríamos da­do con ellos alguna vez? Supongo que no, y eso que se trataba de un grupo grande que dejaba un rastro am­plio. ¿Y si fuera sólo un vampiro, uno que hubiese podi­do llegar de un salto a la costa, tal vez a un árbol, sin de­jar un rastro al borde del agua...? Tan sólo uno, o quizá dos vampiros capaces de nadar mar adentro tan lejos como quisieran... Que pudiesen regresar a tierra firme en cualquier sitio... Canadá, California, Chile, China...

Nunca se podría encontrar a esos dos vampiros. Se habrían esfumado. Desaparecidos como en una nube de humo.

¡No teníamos que haber vuelto la otra noche! ¡No deberíamos haberlo hecho! ¿Por qué no había pensado en ello entonces?

Aunque... ¿habría estado de acuerdo Diego? De repente no me sentía tan segura de mí misma. ¿Era Diego más leal a Riley después de todo? ¿Habría creído que tenía la responsabilidad de permanecer a su lado? El conoció a Riley mucho antes; a mí, en realidad, sólo me conocía de un día. ¿Se encontraba más unido a Ri­ley que a mí?

Consideré aquello con el ceño fruncido.

Bueno, lo descubriría en cuanto dispusiésemos de un minuto a solas. Y puede que entonces, si nuestro club secreto significaba algo de verdad, careciera de im­portancia lo que nuestra creadora hubiese planeado para nosotros. Podríamos desaparecer, y Riley tendría que apañárselas con diecinueve vampiros, o hacer otros nuevos rápidamente. De cualquier forma, eso no era problema nuestro.

No podía esperar para contarle a Diego mi plan. Mi estómago me decía que él sentiría lo mismo. Con un poco de suerte.

De repente, me pregunté si no sería precisamente aquello lo que en realidad les había sucedido a Shelly y a Steve, y también a los otros chicos que habían desapa­recido. Sabía que no se habían quemado al sol. ¿Afirma­ría Riley haber visto las cenizas como una forma más de mantenernos a los demás atemorizados y dependientes de él? ¿De lograr que siguiésemos regresando a casa, a él, cada amanecer? Tal vez Shelly y Steve se hubieran largado por su cuenta. Se acabó Raoul. Nada de ejér­citos ni de enemigos que amenazasen su futuro inme­diato.

Quizá fuera eso lo que quería decir Riley con «per­didos por culpa del sol». Fugitivos. En cuyo caso, estaría contento de que Diego no se hubiese ido, ¿no?

¡Ojalá Diego y yo nos hubiéramos largado! Podría­mos ser libres, como Shelly y Steve. Sin reglas, sin temor al amanecer.

De nuevo me imaginé a nuestra horda, al completo, con rienda suelta y sin toque de queda. Nos veía a Die­go y a mí moviéndonos por las sombras como ninjas. Pero también podía ver a Raoul, Kevin y los demás como unos monstruos-bola de discoteca cegadores en medio de una calle céntrica y repleta de gente; el montón de cadáveres, los gritos, el zumbido de los helicópteros, los pobres e impotentes policías con sus tristes balas inca­paces siquiera de hacernos un rasguño, las cámaras y lo rápido que cundiría el pánico cuando las imágenes die­ran la vuelta al mundo.

Los vampiros no serían un secreto por mucho tiem­po. Ni siquiera Raoul podría matar a la gente tan rápi­do como para evitar que se difundiera la historia.

En aquello había una secuencia lógica, e hice un es­fuerzo por captarla antes de volver a distraerme.

Primero: los humanos no sabían de la existencia de los vampiros. Segundo: Riley nos invitaba a pasar de­sapercibidos, a no atraer la atención de los humanos y no abrirles así los ojos. Tercero: Diego y yo habíamos con­cluido que todos los vampiros debían de estar siguien­do dicha pauta o, de lo contrario, el mundo sabría de nosotros. Cuarto: tenía que haber una razón para que lo hiciesen, y su motivación no eran las pistolitas de ju­guete de los policías humanos. Sí, la razón debía de ser bien importante para conseguir que todos los vampiros pasen el día entero ocultos en sótanos cerrados. Era tal vez razón suficiente para que Riley y nuestra creadora nos mintiesen y nos aterrorizasen con el sol abrasador.

Quizá fuese eso precisamente lo que Riley le explicase a Diego y, dado que era tan importante y él tan responsa­ble, Diego prometería guardar el secreto y a ambos les bastase con eso. Seguro que sí. Pero ¿y si lo que en rea­lidad les había pasado a Shelley y a Steve fue que habían descubierto lo del brillo en la piel y no habían huido? ¿Y si hubiesen ido a contárselo a Riley?

Y, mierda, se esfumó el siguiente paso en mi recorri­do lógico. Se desvaneció la secuencia y de nuevo co­mencé a sentir pánico por Diego.

Mientras mi estado de nervios iba en aumento, me di cuenta de que había estado dándole vueltas a la cabe­za durante un buen rato. Presentía que se acercaba el amanecer. Apenas faltaba una hora. ¿Dónde estaba Die­go entonces? ¿Y Riley?

Justo cuando lo pensaba, la puerta se abrió y Raoul bajó a saltos las escaleras, entre risas, con sus colegas. Me acurruqué y me recosté más cerca de Fred. Raoul no se fijó en nosotros. Miró al vampiro carbonizado en el centro de la habitación, y su risa se intensificó. El rojo de sus ojos era brillante.

Las noches en que iba de caza, Raoul nunca volvía al refugio antes de que fuese obligatorio. Seguía alimen­tándose mientras pudiese, así que el amanecer tenía que estar más próximo todavía de lo que yo había imagi­nado.

Seguramente, Riley le habría pedido a Diego que demostrase lo que decía. Esa era la única explicación: esperaban a que amaneciese. Sólo que... eso habría sig­nificado que Riley no sabía la verdad, que nuestra crea­dora le estaba mintiendo a él también. ¿O no? Mis pen­samientos volvieron a embrollarse.

Kristie apareció minutos más tarde con tres de su grupo y reaccionó con indiferencia ante el montón de cenizas. Hice un rápido conteo visual según se apresu­raban a atravesar la puerta otros dos cazadores. Veinte vampiros. Todo el mundo había regresado excepto Die­go y Riley. El sol saldría en cualquier momento.

La puerta en lo alto de las escaleras del sótano cru­jió al abrirse. Me puse en pie de un brinco.

Entró Riley. Cerró la puerta a su espalda. Bajó las es­caleras.

Detrás no venía nadie.

Antes de ser capaz siquiera de procesar aquello, Ri­ley soltó un aullido animal de ira. No apartaba la vista de los restos carbonizados en el suelo; los ojos se le sa­lían de las órbitas, llenos de furia. Todo el mundo per­maneció en silencio, inmóvil. Todos habíamos visto a Riley perder la paciencia, pero esto era distinto.

Riley dio media vuelta y recorrió con los dedos un altavoz que sonaba con estridencia. Lo arrancó de la pa­red y lo lanzó contra el lado opuesto de la estancia. Jen y Kristie se apartaron de su trayectoria justo cuando fue a estallar contra la pared en medio de una nube de pol­vo de pladur. Riley destrozó el equipo de sonido con un pie, y cesó el sordo golpeo de los graves. A continuación dio un salto hasta donde se encontraba Raoul, y lo aga­rró por la garganta.

-¡Ni siquiera estaba aquí! -gritaba Raoul con aire asustado-. No había visto eso antes.

Riley soltó un alarido espantoso y lanzó a Raoul como antes había tirado el altavoz. Jen y Kristie volvie­ron a apartarse de un salto, y el cuerpo de Raoul atrave­só la pared dejando un enorme agujero.

Púley asió a Kevin por el hombro y, con un crujido familiar, le arrancó la mano derecha. Kevin gritó de do­lor y se retorció en un intento por zafarse de él. Riley le propinó una patada en el costado. Otro chillido discor­dante, y Riley se había quedado con el resto del brazo de Kevin. Partió la extremidad por la mitad, a la altu­ra del codo, y tiró los fragmentos con fuerza a la angus­tiada cara de Kevin: bum, bum, bum, como un martillo contra una piedra.

-Pero ¿qué pasa con vosotros? -nos gritó Riley-. ¿Por qué sois tan estúpidos? -Estiró el brazo para en­ganchar al chico rubio que hacía de Spiderman, pero el chaval se alejó de un brinco que le hizo caer demasiado cerca de Fred, y volvió hacia Riley a trompicones, bo­queando-. ¿Alguno de vosotros tiene cerebro?

Riley golpeó a un chico llamado Dean contra el home cinemay lo hizo añicos; agarró entonces a otra chi­ca -Sara- y le arrancó la oreja izquierda y un mechón de pelo de la cabeza. Ella chilló de angustia.

De forma repentina, se hizo patente que Riley esta­ba haciendo algo muy peligroso. Eramos muchos allí dentro. Raoul ya se había incorporado y se encontraba flanqueado por Kristie y por Jen -que solían ser sus ene­migas- a la defensiva. Algunos otros habían formado grupos por toda la habitación.

No podría asegurar si Riley fue consciente de la amenaza o si su despotrique finalizó de manera natural, pero respiró profundamente. Le tiró a Sara su oreja y el pelo. Ella se apartó de él y se puso a lamer el borde arrancado de su apéndice para cubrirlo de ponzoña y así poder recolocárselo. Para el pelo no había remedio, de manera que Sara iba a quedarse con una calva.

-¡Escuchadme! -dijo Riley, en un tono tranquilo pe­ro feroz-. ¡Todas nuestras vidas dependen de que escu­chéis lo que os digo ahora y penséis todos nosotros va­mos a morir. ¡Todos y cada uno de nosotros: vosotros y yo también, si no sois capaces de comportaros como si tuvierais cerebro durante apenas unos pocos días!

Aquello no se parecía en nada a sus habituales con­ferencias y peticiones de control. Sin lugar a dudas, ha­bía conseguido captar la atención de todos.

-Ya va siendo hora de que crezcáis y de que os hagáis cargo de vuestras propias responsabilidades. ¿Es que pensáis que vivir así es gratis. ¿Que toda la sangre de Seattle no tiene un precio?

Los pequeños grupos de vampiros ya no parecían una amenaza. Todo el mundo tenía los ojos muy abier­tos, y algunos intercambiaban miradas de desconcierto. Con el rabillo del ojo vi que la cabeza de Fred se volvía hacia mí, pero no le devolví la mirada. Mi atención se centraba en dos cosas: Riley, por si reanudaba su ata­que, y la puerta. Una puerta que permanecía cerrada.

-¿Me estáis escuchando ahora? ¿Me escucháis de ver­dad? -Riley hizo una pausa, mas nadie asintió. La sala respiraba quietud-. Permitidme explicaros la precarie­dad de la situación en la que todos nos encontramos. Lo reduciré a lo básico para los más lentos. Raoul, Kris-tie, venid aquí.

Se aproximó a los líderes de los dos grupos más grandes, aliados contra él en aquel breve instante. Nin­guno de ellos se le acercó. Se prepararon; Kristie ense­ñó los dientes.

Me imaginé que Riley amainaría, que se disculparía. Que los aplacaría y entonces los convencería para que hicieran lo que él quisiese. Pero este Riley era distinto.

-Muy bien -les dijo con brusquedad-. Si queremos sobrevivir, vamos a necesitar líderes y, al parecer, ningu­no de vosotros dos está a la altura de la tarea. Creía que teníais aptitudes, pero me equivoqué. Kevin, Jen, unios a mí como cabecillas de este equipo.

Kevin levantó la vista sorprendido. Acababa de ter­minar de rearmarse el brazo y, aunque su expresión era de cautela, resultaba innegable que se sentía también halagado. Se puso lentamente en pie. Jen miró a Kristie como si esperase su permiso. Raoul rechinó los dientes.

La puerta en lo alto de las escaleras no se abría.

-¿Tampoco sois capaces? -preguntó Riley irritado.

Kevin dio un paso hacia Riley, pero Raoul se lanzó contra él atravesando la enorme estancia en un par de saltos a ras de suelo. Empujó a Kevin contra la pared sin mediar palabra y se situó a la derecha de Riley, quien se permitió una ligera sonrisa.

La manipulación, lejos de ser sutil, fue efectiva.

-¿Kristie o Jen, quién nos guiará? -preguntó Riley con un cierto deje de diversión en la voz.

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