4 abr 2011

La corta segunda vida de Bree Tanner: Parte I



El titular del periódico me fulminaba desde una peque­ña máquina expendedora metálica: SEATTLE EN ES­TADO DE SITIO - VUELVE A ASCENDER EL NÚME­RO DE VÍCTIMAS MORTALES. Éste no lo había visto aún. Algún repartidor habría pasado a reponer la má­quina. Afortunadamente para él, no se encontraba ya por los alrededores.

Genial. Riley se iba a poner hecho una furia. Ya me aseguraría yo de no estar a su alcance cuando viese el pe­riódico y que fuera a otro a quien le arrancase el brazo.

Me hallaba de pie en la sombra que proporcionaba la esquina de un destartalado edificio de tres pisos, en un intento por pasar desapercibida mientras aguardaba a que alguien tomase una decisión. No deseaba cruzar la mirada con nadie, tenía los ojos clavados en la pared que había a mi lado. Los bajos del edificio habían alber­gado una tienda de discos cerrada hacía mucho; los cristales de las ventanas, víctimas del tiempo o de la vio­lencia callejera, habían sido sustituidos por tableros de contrachapado. En la parte alta había apartamentos, va­cíos -supuse-, dada la ausencia de los habituales soni­dos de los humanos cuando duermen. No me sorpren­dió, aquel lugar parecía que fuese a venirse abajo al primer golpe de viento. Los edificios al otro lado de la oscura y estrecha calle se hallaban en un estado igual­mente lamentable.

El escenario habitual de una salida nocturna por la ciudad.

No quería abrir la boca y llamar la atención, pero deseaba que alguien decidiese algo. Estaba realmen­te sedienta y no me importaba mucho que fuésemos a la derecha, a la izquierda o por la azotea, lo único que quería era encontrar a algún desafortunado al que no le diese tiempo siquiera de pensar «el peor lugar, en el peor momento».

Por desgracia, Riley me había hecho salir esa noche con los dos vampiros más inútiles sobre la faz de la tie­rra; nunca parecía importarle a quién mandaba en los grupos de caza, ni tampoco se le veía particularmente molesto cuando el hecho de enviar juntos a los integran­tes equivocados suponía que un menor número de gen­te regresase a casa. Esa noche me habían encasquetado a Kevin y a un chico rubio cuyo nombre desconocía. Am­bos formaban parte del grupo de Raul; por tanto, ni que decir tiene que eran estúpidos. Y peligrosos. Pero en aquel momento, principalmente estúpidos.

En lugar de escoger una dirección para irnos de caza, de repente se hallaban inmersos en una discusión acer­ca de qué superhéroe sería el mejor cazador de entre los favoritos de cada uno de ellos. Era el rubio sin nombre quien ahora exponía su alegato a favor de Spiderman y ascendía deslizándose por el muro de ladrillo del ca­llejón mientras tarareaba la sintonía de los dibujos ani­mados. Suspiré de frustración. ¿Llegaríamos a irnos de caza en algún momento?

A mi izquierda, un leve indicio de movimiento cap­tó mi atención. Era el otro integrante del grupo de caza enviado por Riley: Diego. No sabía mucho de él, sólo que era mayor que casi todos los demás. La «mano de­recha» de Riley, ése sería el término apropiado. Eso no hacía que él me gustase más que el resto de aquellos im­béciles.

Diego me estaba mirando. Tuvo que haber oído el suspiro. Desvié la mirada.

Mantén la cabeza baja y la boca bien cerrada: ésa era la forma de seguir vivo con la gente de Riley.

-Spiderman es un llorón fracasado -gritó Kevin al chico rubio-. Yo te enseñaré cómo caza un verdadero superhéroe -añadió con una amplia sonrisa, y sus dien­tes centellearon con el brillo de la luz de las farolas.

Kevin cayó de un salto en mitad de la calle justo cuando los faros de un coche giraban para iluminar el pavimento agrietado con un destello azul blanquecino. Abrió los brazos, flexionados hacia abajo, y a continua­ción los fue cerrando lentamente como hacen los pro­fesionales de la lucha libre para lucirse. El coche siguió avanzando, quizás en la suposición de que se quitaría de en medio de una maldita vez como haría una per­sona normal. Como debería.

-¡Hulk se enfada! -vociferó Kevin-. ¡Y Hulk va... y MACHACA!

Dio un salto hacia delante para toparse con el coche antes de que éste pudiese frenar, lo agarró por el para­choques delantero y lo giró por encima de su cabeza de manera que golpeó boca abajo contra el pavimento en un estruendo de metal retorcido y cristales hechos añi­cos. En el interior, una mujer comenzó a gritar.

-Venga ya, tío -dijo Diego meneando la cabeza. Era guapo, con un denso y oscuro pelo rizado, ojos grandes y muy abiertos, y unos labios realmente carnosos, pero bueno, ¿quién no era guapo allí? Incluso Kevin y el res­to de los imbéciles de Raul eran guapos-. Kevin, se su­pone que tenemos que pasar inadvertidos. Riley ha di­cho que...

-¡Riley ha dicho! -le imitó Kevin con una desagrada­ble voz de pito-. Ten agallas, Diego. Riley no está aquí ahora.

Kevin dio la vuelta al Honda de forma brusca y rom­pió de un puñetazo la ventanilla del conductor, que, no se sabe muy bien cómo, había permanecido intacta has­ta ese momento. Metió la mano a través del cristal roto y el airbag desinflado en busca de la conductora.

Le di la espalda y contuve la respiración en el mayor esfuerzo que pude hacer para conservar la capacidad de pensar.

No podía ver a Kevin alimentarse, estaba demasiado sedienta para eso y bajo ningún concepto deseaba ini­ciar una pelea con él. Tampoco me hacía ninguna falta ingresar en la lista de objetivos de Raul.

El chico rubio no tenía los mismos problemas. Se soltó de los ladrillos de lo alto y aterrizó con suavidad a mi espalda. Oí los gruñidos que Kevin y él se dedicaban mutuamente y, a continuación, el sonido viscoso de un desgarrón al tiempo que cesaban los gritos de la mujer. Lo más probable es que la hubieran partido por la mitad.

Intenté no pensar en ello, aunque podía sentir el calor y escuchar cómo se desangraba a mi espalda y aque­llo hacía que me quemase la garganta de un modo terri­ble, por mucho que contuviese la respiración.

-Me largo de aquí -oí mascullar a Diego.

Se metió por una abertura que había entre los oscu­ros edificios y de inmediato seguí sus pasos. Si no me alejaba rápido de allí, me iba a meter en una pelea con los matones de Raoul por un cuerpo al que, de todas formas, no le podía quedar mucha sangre ya. Y enton­ces tal vez fuese yo quien no regresase a casa.

Ah, pero ¡me ardía la garganta! Apreté con fuerza los dientes para evitar un grito de dolor.

Diego atravesó veloz un callejón lateral repleto de basura y, a continuación -cuando llegamos al fondo sin salida-, prosiguió muro arriba. Fui hundiendo los de­dos en los surcos entre los ladrillos y me apresuré a se­guirle.

Una vez en la azotea, Diego se elevó en el aire y se desplazó en ligeros saltos por los tejados camino de las luces que brillaban resplandecientes en la ensenada. Me mantuve cerca. Era más joven que él, y por tanto más fuerte; estaba muy bien que los más jóvenes fuése­mos los más fuertes, de otro modo no habríamos sobre­vivido a nuestra primera semana en la casa de Riley. Po­día haberle adelantado con facilidad, pero quería ver adonde se dirigía y no deseaba tenerlo detrás de mí.

Diego no se detuvo en kilómetros; casi habíamos lle­gado a los muelles de carga. Podía percibir cómo mas­cullaba en un tono prácticamente inaudible.

-¡Idiotas! Como si Riley no nos hubiese dado ins­trucciones por un buen motivo. Instinto de superviven­cia, por ejemplo. ¿Es mucho pedir un simple ápice de sentido común?

-Eh -levanté la voz-. ¿Vamos a tardar mucho en ir de caza? Me quema la garganta.

Diego aterrizó en el alero del tejado de una enorme nave industrial y se giró. Retrocedí varios metros de un salto, en guardia, pero no realizó ningún movimiento agresivo hacia mí.

-Sí-me dijo-. Sólo quería alejarme un poco de esos pirados.

Sonrió de un modo del todo amistoso, y yo le miré fijamente.

Este tal Diego no era como los demás. Era... tranqui­lo, supongo que sería la expresión. Normal. No ahora -normal quiero decir-, sino como antes. Sus ojos eran de un rojo más oscuro que los míos. Debía de llevar una buena temporada por aquí, tal y como había oído.

Desde abajo, en la calle, llegaban los sonidos noc­turnos de los barrios más bajos de Seattle. Algún coche, música con unos graves potentes, un par de personas que caminaban a paso ligero y nervioso, el canturreo de­safinado de algún borrachuzo en la distancia.

-Eres Bree, ¿verdad? -me preguntó Diego-. Una novata.

No me gustaba eso. Novata. Qué más daba.

-Sí, soy Bree. Pero no he venido con el último gru­po. Tengo casi tres meses.

-Cuánta elegancia para tan sólo tres meses -me dijo-. No muchos habrían sido capaces de largarse así de la escena del accidente -añadió a modo de cumpli­do, como si estuviese realmente impresionado.

-No quería liarme a golpes con la panda de zumba­dos de Raoul.

Diego asintió.

-Amén, hermana. Los de su clase no traen más que problemas.

Extraño. Diego era extraño. Que sonase como una persona que mantenía una conversación normal y co­rriente, de las de antes. Sin hostilidad, sin recelos; como si no estuviese valorando lo fácil o difícil que le resul­taría matarme allí mismo. Estaba charlando conmigo, sin más.

-¿Cuánto tiempo hace que estás con Riley? -le pre­gunté con curiosidad.

-Va para los once meses ya.

-¡Vaya! Eso es más tiempo del que lleva Raoul.

Diego puso los ojos en blanco y escupió ponzoña por encima del bordillo del edificio.

-Sí, recuerdo cuando Riley trajo a esa basura. Las cosas no han dejado de empeorar desde entonces.

Permanecí en silencio por un instante, peguntándome si consideraría una basura a todo aquel que fue­se más joven que él. No es que me importase. Ya no me preocupaba lo que pensara nadie. No tenía por qué. Tal y como dijo Riley, ahora era un dios. Más fuerte, más rá­pida, mejor. No contaba nadie más.

Entonces Diego susurró un silbido.

-Allá vamos. Sólo se requiere un poco de cerebro y de paciencia -dijo y señaló hacia abajo, al otro lado de la calle.

Medio escondido a la vuelta de la esquina de un ca­llejón oscuro, un hombre insultaba y abofeteaba a una mujer mientras que otra observaba en silencio. Por su vestimenta supuse que se trataba de un chulo y dos de sus empleadas.

Eso era lo que Riley nos había dicho que hiciéra­mos: que cazásemos de entre la escoria, que cayésemos sobre los humanos a los que nadie iba a echar en falta,

Quienes no se dirigían de vuelta a un hogar donde los aguardaba una familia, aquellos cuya desaparición no fuera a ser denunciada.

Era el mismo modo en que él nos eligió a nosotros: alimento y dioses, ambos procedentes de la escoria.

A diferencia de algunos otros, yo seguía haciendo lo que Riley me había dicho. No porque él me gusta­se. Aquel sentimiento había desaparecido mucho tiem­po atrás. Era porque sus indicaciones sonaban lógicas. ¿Qué sentido tenía llamar la atención sobre el hecho de que una panda de vampiros novatos reclamase Seat-tle para sí como coto de caza? ¿Cómo iba a servimos de ayuda tal cosa?

Yo ni siquiera creía en vampiros antes de serlo, de manera que, si en el resto del mundo tampoco se creía en vampiros, el resto de los vampiros debía de estar ca­zando con inteligencia, al modo en que Riley nos ha­bía indicado. Es probable que tuviesen sus buenas ra­zones.

Y como había dicho Diego, para cazar con inteligen­cia bastaba con un poco de cerebro y con ser paciente.

Por supuesto que todos nosotros metíamos mucho la pata, y Riley nos leía la cartilla, se quejaba, nos grita­ba y rompía cosas como la consola de videojuegos favo­rita de Raoul, por ejemplo. Entonces Raoul se ponía he­cho una fiera, se llevaba a alguien aparte y le prendía fuego. A continuación, Riley se mosqueaba y hacía una búsqueda para confiscar todos los mecheros y las ceri­llas. Unas pocas rondas de este tipo, y Riley traía a casa a otro grupo de chavales de entre el despojos, conver­tidos en vampiros para sustituir a los que había perdido. Era un ciclo interminable.

Diego tomó aire por la nariz una larga inhalación, grande-y vi cambiar su cuerpo. Se agazapó sobre el te­jado con una mano asida al alero. Toda aquella mis­teriosa simpatía había desaparecido y ahora era un ca­zador.

Eso era algo que yo reconocía, algo con lo que me sentía cómoda porque lo entendía.

Desconecté el cerebro. Era el momento de cazar. Respiré profundamente y atraje el aroma de la sangre del interior de los humanos de allá abajo. No eran los únicos que había en la zona, pero sí los que se encontra­ban más próximos. A quién ibas a dar caza era el tipo de decisión que tenías que tomar antes de olfatear a tu pre­sa. Ahora era ya demasiado tarde para escoger nada.

Diego se dejó caer desde el borde sin ser visto. El so­nido de su aterrizaje fue demasiado contenido como para llamar la atención de la prostituta que gritaba, de la que estaba como ausente o del iracundo chulo.

Un gruñido soterrado se escapó de entre mis dien­tes. Mía. La sangre era mía. El ardor se avivaba en mi gar­ganta y no era capaz de pensar en otra cosa.

Me lancé desde el tejado para llegar al otro lado de la calle, de manera que aterricé junto a la rubia que llo­riqueaba. Pude sentir a Diego muy cerca, detrás de mí, así que le lancé un gruñido de aviso al tiempo que aga­rraba a la sorprendida chica por el pelo. Me la llevé a tirones hacia la pared del callejón para apoyar allí mi espalda. A la defensiva, por si acaso.

Entonces me olvidé por completo de Diego, porque podía sentir el calor bajo la dermis de la chica, oír el so­nido de su pulso que martillaba a flor de piel.

Abrió la boca para gritar, pero mis dientes le destrozaron la tráquea antes de que pudiese emitir sonido algu­no. Tan sólo el gorgoteo del aire y la sangre en sus pulmo­nes y los leves gemidos que no fui capaz de controlar.

La sangre era cálida y dulce, sofocó la quemazón en mi garganta, aplacó el acuciante vacío que me irritaba el estómago. Absorbí y tragué, con la sola vaga concien­cia de cualquier otra cosa.

Oí el mismo sonido procedente de Diego, que esta­ba con el hombre. La otra mujer se encontraba incons­ciente en el suelo. Ninguno había hecho ruido, Diego era bueno.

El problema con los humanos era que nunca había en ellos la suficiente sangre. Apenas me pareció que hu­biesen transcurrido unos segundos cuando la chica se agotó. Frustrada, sacudí su malogrado cuerpo. La gar­ganta ya comenzaba a arderme de nuevo.

Lancé el cadáver exhausto al suelo y me encorvé contra el muro; me preguntaba si sería capaz de agarrar a la chica inconsciente y largarme con ella antes de que Diego pudiese echarme el guante.

El ya había terminado con el hombre. Me miró con una expresión que sólo podría describir como... com­pasiva. Pero también me podía estar equivocando de plano. No conseguía recordar que nadie hubiese senti­do jamás compasión por mí, de manera que no estaba muy segura de la apariencia que tenía.

-Adelante -me dijo con un gesto de asentimiento en dirección al cuerpo tullido de la chica, tendida en el asfalto.

-¿Me estás tomando el pelo?

-Qué va, yo estoy bien por ahora. Tenemos tiempo de cazar alguno más esta noche.

Sin dejar de observarle con atención en busca de al­guna señal de que se tratase de una trampa, salí dispara­da y enganché a la chica. Diego no movió un dedo para detenerme. Se volvió ligeramente y elevó la mirada al cielo negro.

Hundí los dientes en el cuello de la chica sin quitar­le ojo a él. Esta fue aún mejor que la anterior. Su sangre estaba del todo limpia. La de la rubia dejaba el amargo regusto que acompaña a las drogas; tan acostumbra­da estaba yo a aquello que apenas me había percatado. Me resultaba raro conseguir sangre verdaderamente lim­pia, ya que me atenía a la norma de los bajos fondos, y Diego parecía seguir también las reglas: tuvo que haber percibido el olor de lo que me estaba cediendo.

¿Por qué lo había hecho?

Sentí mejor la garganta cuando el segundo cuerpo se quedó vacío. Había una gran cantidad de sangre en mi organismo. Era probable que no me volviese a que­mar de verdad en unos pocos días.

Diego aún aguardaba; susurraba un silbido entre dientes. Cuando dejé caer el cuerpo al suelo con un gol­pe seco, se volvió hacia mí y me sonrió.

-Mmm, gracias -le dije.

El asintió.

-Tenías pinta de necesitarlo más que yo. Recuerdo lo duro que resulta al principio. -¿Se vuelve más fácil? Se encogió de hombros.

-En ciertos aspectos. -Nos quedamos mirándonos el uno al otro durante un segundo-. ¿Qué te parece si nos deshacemos de estos cuerpos en la ensenada? -su­girió. Me incliné hacia delante, agarré a la rubia muerta y me eché su cadáver al hombro. Estaba a punto de ir has­ta la otra, pero Diego ya se encontraba allí, cargado con el chulo a la espalda.

-Ya la tengo -me dijo.

Le seguí muro del callejón arriba y, a continuación, nos desplazamos por las vigas bajo la autopista. Las lu­ces de los coches que cruzaban más abajo no nos alcan­zaban. Pensé en lo estúpida que era la gente, cuan aje­na vivía, y me alegré de no formar parte del grupo de los ignorantes.

Ocultos en la oscuridad, hicimos nuestro recorrido hasta un muelle vacío, cerrado durante la noche. Diego no vaciló un instante al llegar al final del hormigón, fue directo a saltar por encima del bordillo con su corpulen­ta carga y desapareció en el agua. Me zambullí tras él.

Nadó con la elegancia y la velocidad de un tiburón, cada vez más lejos y más profundo en la total oscuridad de la ensenada. Se detuvo de forma repentina cuando encontró lo que estaba buscando: una roca gigantesca cubierta de limo en el lecho del océano, con estrellas de mar y basura que colgaba de los costados. Debíamos de es­tar a más de treinta metros de profundidad, y aquí un humano se encontraría en la oscuridad más absoluta. Diego soltó sus cadáveres, que se bambolearon con par­simonia junto a él, al son de la corriente, mientras es­carbaba con la mano en la arena asquerosa de la base de la roca. Un instante después, halló donde agarrarse y arrancó la roca del lugar en el que descansaba. El peso de la mole hizo que se hundiese hasta la cintura en el oscuro fondo marino.

Levantó la vista y me hizo un gesto con la cabeza.

Descendí nadando hasta él y enganché con una mano sus cadáveres por el camino. Metí a la rubia de un empujón en el negro agujero bajo la roca, después em­pujé a la otra chica y, tras ella, metí al chulo. Les di unos ligeros toques con los pies para asegurarme de que es­taban bien adentro y me quité de en medio. Diego de­jó caer la roca, que se tambaleó un poco al ajustarse al nuevo desnivel de su asiento. Luego se liberó a coces de la mugre del fondo, nadó hasta la parte superior de la roca y la empujo hacia abajo con el objeto de allanar las irregularidades sobre las que se apoyaba.

Retrocedió a nado unos pocos metros para observar su obra.

«Perfecto», articulé moviendo los labios. Aquellos tres cuerpos nunca reflotarían. Riley jamás se enteraría de su historia a través de las noticias.

Diego sonrió y sostuvo la mano en alto. Me costó un minuto comprender que esperaba a que se la chocase. Nadé hacia él sin saber a qué atenerme, choqué la pal­ma de mi mano contra la suya y me alejé a golpes de pierna para poner algo de distancia entre nosotros.

El rostro de Diego adoptó una expresión rara, y se dirigió como un tiro hacia la superficie. Arranqué dis­parada detrás de él, confusa. Cuando salí a cielo abier­to, él casi se estaba ahogando de la risa.

-¿Qué?

No pudo responderme al menos durante un minu­to. Por fin, me soltó:

-El peor «choca esos cinco» de la historia. Irritada, le dije con desdén:

-No podía estar segura de que no me fueses a arran­car el brazo o algo así.

Diego resopló. -Yo no haría eso.

-Cualquier otro sí lo haría -contesté.

-Eso es cierto -reconoció, repentinamente no tan divertido-. ¿Te hace un poco más de caza?

-¿Es que hace falta que lo preguntes?

Salimos del agua debajo de un puente y tuvimos la fortuna de toparnos con dos mendigos que dormían en unos sacos viejos y asquerosos sobre un colchón de pe­riódicos que compartían. Ninguno de los dos se desper­tó. Su sangre estaba agriada por el alcohol, pero seguía siendo mejor que nada. También los enterramos en la ensenada, debajo de otra roca diferente.

-Bueno, me he saciado para unas semanas -dijo Diego cuando volvimos a salir del agua y chorreábamos al final de otro muelle vacío.

Suspiré.

-Me imagino que esa parte es la más fácil, ¿verdad? En un par de días volveré a sentir que me quemo y pro­bablemente Riley me hará salir de nuevo con más de esos monstruos de Raoul.

-Yo puedo ir contigo, si quieres. Riley me deja hacer bastante lo que quiero.

Medité sobre la oferta, recelosa por un instante, pero Diego no se parecía de verdad a ninguno de los otros. Con él me sentía distinta, como si no tuviese tan­ta necesidad de guardarme las espaldas.

-Eso me gustaría -admití.

Decir aquello me hizo sentir incómoda. Demasiado vulnerable o algo por el estilo.

Pero Diego apenas respondió con un «vale» y me sonrió.

-¿Y cómo es que Riley te deja la correa tan suelta? -le pregunté con la mente puesta en la relación que ha­bría entre ellos.

Cuanto más tiempo pasaba con Diego, más difícil me resultaba imaginármelo como íntimo de Riley. Die­go era tan... agradable. Nada que ver con Riley, aunque quizá fuese uno de esos rollos de la atracción de los po­los opuestos.

-Riley sabe que puede confiar en que yo me encar­go de arreglar mis líos. Y ahora que hablamos de esto, ¿te importa si hacemos un recado rápido?

Este chico tan extraño estaba empezando a entrete­nerme. Despertaba mi curiosidad. Quería ver qué iba a hacer.

-Claro -dije.

Atravesó el muelle en dirección a la carretera que recorría el puerto. Y yo fui detrás. Percibí el olor de algu­nos humanos, pero sabía que estaba muy oscuro y que éramos demasiado rápidos para que pudiesen vernos.

Escogió de nuevo ir por los tejados y, tras unos po­cos saltos, reconocí nuestros olores. Estaba desandando nuestro anterior recorrido.

Y entonces nos hallamos de vuelta en aquel primer callejón, donde Kevin y el otro chico se habían puesto a hacer el imbécil con el coche.

-Increíble -gruñó Diego.















Al parecer, Kevin y compañía acababan de marchar­se. Otros dos coches estaban apilados sobre el techo del primero, y unos cuantos observadores se habían añadi­do a la lista de víctimas. La policía aún no había llegado, tal vez porque cualquiera que hubiese podido informar de aquel caos ya estaba muerto.



-¿Me ayudas a arreglar esto? -preguntó Diego.

-Vale. Nos dejamos caer y de inmediato Diego lanzó los coches en una disposición diferente, para que en cierto modo pareciese que habían chocado los unos contra los otros en lugar de haber sido apilados por un bebé gigante enrabietado. Yo agarré los cuerpos sin vida aban­donados sobre el pavimento y los embutí en el lugar del supuesto impacto.

-Un golpe muy feo -comenté.

Diego sonrió. Extrajo un mechero de una bolsa de plástico con cierre a presión que llevaba en el bolsillo y comenzó a prender fuego a la ropa de las víctimas. Yo tomé el mío -Riley los repartía de nuevo cuando íba­mos de caza; de hecho, Kevin debió de haber usado el suyo- y me puse con la tapicería. Los cadáveres, secos e impregnados de ponzoña inflamable, prendieron con mucha rapidez.

-Atrás -me advirtió Diego, y vi que había dejado abierta la trampilla de la gasolina del primer coche y ha­bía desenroscado el tapón del depósito.

Ascendí de un salto la pared más cercana y me apos­té un piso por encima para observar. Retrocedieron unos pasos y encendió una cerilla. Con una puntería perfec­ta, la introdujo por el pequeño orificio. En el mismo instante, dio un salto para situarse a mi lado.

El estruendo de la explosión sacudió toda la calle y comenzaron a encenderse luces a la vuelta de la es­quina.

-Bien hecho -le dije.

-Gracias por tu ayuda. ¿Volvemos a casa de Riley? Fruncí el ceño. La casa de Riley era el último sitio donde quería pasar lo que me quedaba de noche. No deseaba ver la estúpida expresión del rostro de Raoul ni oír el constante chillar y pelear. No quería tener que apretar los dientes y esconderme detrás de Fred elFreaky para que la gente me dejase en paz. Y me había queda­do sin libros.

-Aún tenemos tiempo -dijo Diego al leerme la expre­sión de la cara-. No tenemos por qué ir ahora mismo.

-Podría hacerme con algo para leer.

-Y yo con algo de música -sonrió-. Vamonos de compras.

Nos desplazamos rápidamente por la ciudad -de nuevo por los tejados y a toda prisa por la penumbra de las calles cuando los edificios distaban mucho unos de otros- camino de una barriada más agradable. No nos llevó demasiado tiempo encontrar un centro comercial con una tienda de las grandes cadenas de librerías. Hi­ce saltar el candado de la trampilla de acceso del tejado para poder entrar. El centro estaba vacío y las únicas alarmas se hallaban en las ventanas y en las puertas. Me fui directa a la «h» mientras que Diego se dirigió a la sección de música, al fondo. Acababa de terminar con Hale, y me hice con la siguiente docena de libros de la lista: eso me mantendría ocupada un par de días.

Miré alrededor en busca de Diego y lo vi sentado a una de las mesas de la cafetería, estudiando la contra­portada de sus nuevos CD. Hice una pausa y después me uní a él.

Me sentía rara por lo familiar que resultaba, de un modo inquietante, incómodo. Me había sentado antes de esa manera, con alguien enfrente, al otro lado de la mesa; había mantenido una charla informal con aquella persona, había pensado en cosas que no fueran la vida y la muerte o la sed y la sangre. Pero eso había sido en otra vida, diferente, borrosa.

La última vez que me había sentado a una mesa con alguien, ese alguien había sido Riley. Resultaba difícil recordar aquella noche por multitud de razones.

-¿Cómo es que nunca te veo por la casa? -preguntó Diego de sopetón-. ¿Dónde te escondes?

Me reí e hice una mueca al mismo tiempo.

-Me suelo meter detrás de Fred el Freaky vaya por donde vaya.

Arrugó la nariz.

-¿Lo dices en serio? ¿Cómo lo soportas?

-Te acostumbras. Detrás de él no es tan terrible co­mo delante. De todas formas, es el mejor escondite que he encontrado, nadie se acerca a Fred.

Diego asintió, sin perder aún el aspecto de estar as­queado.

-Eso es cierto. Es una forma de seguir vivo. -Me en­cogí de hombros, y él prosiguió-: ¿Sabías que Fred es uno de los preferidos de Riley? -me preguntó.

-¿En serio? ¿Cómo?

Nadie podía soportar a Fred el Freaky. Yo era la única que lo había intentado y sólo por puro instinto de su­pervivencia.

Diego se inclinó hacia mí con aire conspiratorio. Ya estaba tan acostumbrada a su misteriosa conducta que ni me inmuté.

-Le oí hablar por teléfono con ella. -Sentí un esca­lofrío-. Ya lo sé -prosiguió, de nuevo en tono compren­sivo. Por supuesto que no había misterio alguno en el hecho de que pudiéramos compadecernos mutuamente en lo que a ella se refería-. Fue hace unos meses. El caso es que Riley estaba hablando de Fred, muy emocio­nado. Por lo que decían, deduje que algunos vampiros son capaces de hacer cosas. Más cosas aparte de lo que podemos hacer los vampiros normales, quiero decir. Yeso es bueno... algo que ella está buscando. Vampi­ros con habilidades.

Arrastró el sonido de la «s» de modo que pudiera oír cómo la pronunciaba mentalmente.

-¿Qué tipo de habilidades?

-De todo tipo, según parece. Leer la mente, rastrear e incluso ver el futuro. -Venga ya.

-No estoy bromeando. Me da la sensación de que, de algún modo, Fred puede repeler a la gente a propó­sito. Está todo metido en nuestra cabeza, hace que sin­tamos repulsión ante la idea de hallarnos cerca de él.

Fruncí el ceño.

-¿Cómo va a ser eso algo bueno? -Le mantiene vivo, ¿no crees? Y me parece que tam­bién te mantiene viva a ti. Asentí.

-Supongo que sí. ¿Dijo algo sobre alguien más?

Intenté pensar en cualquier cosa extraña que hu­biera visto o sentido, pero Fred era único. Los payasos del callejón de esta noche que fingían ser superhéroes no habían hecho nada que no pudiésemos hacer los demás.

-Habló de Raoul -dijo Diego torciendo el gesto de la boca.

-¿Qué habilidad tiene Raoul? ¿Superestupidez? Diego resopló.

-si

-Eso sin duda. Pero Riley piensa que posee alguna forma de magnetismo: la gente se siente atraída por él, le sigue.

-Sólo quienes van justitos de capacidades mentales.

-Sí, Riley hizo referencia a eso. No parecía causar efecto en los -adoptó un tono que imitaba de un modo bastante decente la voz de Riley- «más mansos».

-¿Mansos?

-Deduje que se refería a gente como nosotros, los que somos capaces de pensar de vez en cuando.

No me gustaba que me llamasen «mansa». No sona­ba como algo bueno dicho así, sin más. La interpreta­ción de Diego sonaba mejor.

-Era como si Riley necesitase del mando de Raoul por algún motivo... Algo se cuece, creo yo.

Un extraño hormigueo me recorrió la espalda cuan­do dijo aquello, y me enderecé en la silla.

-¿Como qué?

-¿Has pensado alguna vez en por qué Riley va siem­pre detrás de nosotros para que no llamemos la aten­ción?

Vacilé durante apenas medio segundo antes de res­ponder. No era ésta la línea de interrogatorio que me hu­biera esperado de la mano derecha de Riley. Era prácti­camente como si estuviese cuestionando lo que Riley nos había dicho. A menos que Diego lo estuviese preguntan­do para Riley, como un espía, para saber qué pensaban de él los «chicos». Pero no me daba esa impresión. Los oscuros ojos de Diego se mostraban bien abiertos y con­fiados. ¿Y por qué iba a importarle a Riley? Puede que la manera en que los demás se referían a Diego no tuviese ninguna base real, que tan sólo fuesen habladurías.

Le respondí con sinceridad.

-Sí, en realidad estaba justo pensando en eso.

-No somos los únicos vampiros en el mundo -afir­mó Diego con solemnidad.

-Ya lo sé. Riley suelta cosas a veces, pero tampoco puede haber muchos. Quiero decir, ¿no nos habríamos dado cuenta antes?

Diego asintió.

-Eso es lo que yo creo, también. Y ésa es la razón de que resulte tan extraño que ella siga haciendo más de no­sotros, ¿no te parece?

Fruncí el ceño.

-Aja, porque no es que le gustemos precisamente a Riley ni nada por el estilo... -Hice una nueva pausa, a la espera de ver si él me contradecía. No lo hizo. Se limi­tó a esperar con un leve gesto de asentimiento, así que proseguí-: Y ella ni siquiera se ha presentado. Tienes ra­zón. No lo había contemplado desde ese punto. Bueno, en realidad ni siquiera había pensado en ello. Pero en­tonces, ¿para qué nos quieren?

Diego levantó una ceja.

-¿Quieres saber lo que pienso?

Asentí con cautela, pero mi inquietud nada tenía que ver con él en ese momento.

-Como he dicho antes, algo se está cociendo. Creo que ella quiere protección y ha puesto a Riley a cargo de la creación de la primera línea del frente.

Valoré aquello con un hormigueo que de nuevo me recorría la espalda.

-¿Y por qué no nos lo iban a decir? ¿No nos manten­dría eso, no sé, alerta o algo parecido?

-Eso sería lo más lógico -reconoció él.

Nos miramos en silencio durante unos intermina­bles segundos. No se me ocurría nada más y no parecía que se le ocurriese a él tampoco.

Finalmente, hice una mueca y dije:

-No sé si me lo trago... la parte esa de que Raoul sea bueno en nada, eso es todo.

Diego se rió.

-Eso es difícil de rebatir. -Y entonces dirigió la mira­da a las ventanas, al final de la oscura noche-. Se acabó el tiempo. Será mejor que volvamos antes de que nos quedemos tiesos.

-Cenizas, cenizas, todos caemos -canturreé para el cuello de mi camisa mientras me ponía en pie y recogía mi montón de libros.

Diego soltó una risotada.

Hicimos una nueva parada rápida en nuestro cami­no: nos metimos en la puerta de al lado, en los grandes almacenes Target -que estaban desiertos- en busca de bolsas de plástico con cierre hermético y dos mochilas. Protegí todos mis libros con bolsas dobles, me fastidia­ba mucho que el agua estropease las páginas.

Nos dirigimos entonces de regreso hacia el agua, por los tejados, principalmente. El cielo estaba empe­zando a teñirse de un tenue gris por el este. Nos zambu­llimos en la ensenada justo delante de las narices de dos incautos vigilantes nocturnos junto al gran ferry -qué bueno para ellos que estuviese saciada, o habrían esta­do demasiado cerca para mi autocontrol- y nos despla­zamos a toda prisa por el agua turbia camino de la casa de Riley.

Al principio no sabía que se tratase de una carrera. Nadaba rápido tan solo por que el cielo estaba clareando.No tenía la costumbre de apurar tanto el tiempo. Si había de ser sincera conmigo misma, en menudo peda­zo de vampira pringada me había convertido: seguía las normas, no causaba problemas, iba por ahí con el chico más impopular del grupo y siempre llegaba a casa tem­prano.

Pero entonces Diego sí que cambió de marcha. Me sacó varios cuerpos de ventaja, se volvió hacia mí con una sonrisa que venía a decir: « ¿Qué pasa, es que no puedes mantener el ritmo?». Y se puso de nuevo a darle caña.

Bien, yo no iba a aceptar aquello. No era capaz de recordar si había sido competitiva antes -todo parecía tan lejano e irrelevante-, pero puede que lo fuera, por­que respondí de inmediato a su desafío. Diego era un buen nadador, pero yo era más fuerte, en especial justo después de haberme nutrido.

«Nos vemos», gesticulé con los labios al adelantarle, aunque no estaba segura de que lo hubiese visto.

Lo dejé atrás en la oscuridad del agua, y no perdí ni un instante en detenerme a ver por cuánto le ganaba. Atravesé la ensenada a toda velocidad hasta que alcancé el extremo de la isla donde se encontraba el más recien­te de nuestros hogares. El anterior había consistido en una gran cabana en medio de la nada, rodeada de nie­ve, en la ladera de una montaña en la cordillera de las Cascadas. Al igual que aquella casa, la actual estaba ais­lada, contaba con un amplio sótano y sus propietarios habían fallecido recientemente.

Me apresuré a llegar a la playa rocosa y poco profun­da, y a continuación hundí los dedos en el acantilado de arenisca y salí volando. Oí a Diego salir del agua jus­to al tiempo que me agarraba del tronco de un pino descolgado y pasaba por encima del borde del acan­tilado.

Cuando aterricé con suavidad sobre los dedos de los pies, dos cosas me llamaron la atención. Primera: había mucha luz allí fuera. Segunda: la casa había desapa­recido.

Bueno, no había desaparecido del todo, parte de ella aún era visible, pero el espacio que antes ocupaba la casa estaba ahora vacío. El techo se había venido aba­jo y se había convertido en porciones irregulares y an­gulosas de madera negra, carbonizada, hundida por de­bajo de la altura que antes tenía la puerta principal.

Estaba amaneciendo con rapidez. Los oscuros pinos dejaban entrever rastros de su verde perenne. Las copas más pálidas pronto destacarían contra la oscuridad del fondo y, llegados a ese punto, yo estaría muerta.








O muerta de verdad, o quién sabe qué. Esta sedienta segunda vida de superhéroe se iría al garete en una sú­bita llamarada. Y lo único que me imaginaba era que se­ría muy, muy dolorosa.

No era la primera vez que veía nuestro refugio des­truido -con tanta pelea y tanto fuego en los sótanos, la mayoría sólo duraba unas semanas-, pero era la prime­ra vez que me encontraba ante la escena de la destruc­ción con la amenaza de los primeros y débiles rayos de la luz del sol.

Aspiré en un jadeo de aturdimiento cuando Diego aterrizó a mi lado.

-¿Y si nos metemos bajo el tejado? -susurré-. ¿Sería eso lo bastante seguro o...?

-No te ralles, Bree -me dijo Diego, que sonaba de­masiado tranquilo-. Conozco un sitio. Vamos.

Dio una voltereta muy elegante hacia atrás por enci­ma del borde del acantilado.

Yo no pensaba que el agua fuese filtro suficiente para la luz del sol, aunque tal vez no pudiésemos arder si nos encontrábamos sumergidos, ¿no? A mí me pare­cía un plan realmente pobre.

No obstante, en lugar de escarbar un túnel bajo la chamuscada estructura de la casa siniestrada, me lancé detrás de él por el acantilado. No estaba en absoluto se­gura de mi razonamiento, y ésa era una sensación extra­ña. Por lo general hacía siempre lo mismo: seguía la ru­tina, actuaba según la lógica.

Alcancé a Diego en el agua. Volvía a echar una ca­rrera, pero esta vez no era porque sí. Una carrera con­tra el sol.

A toda velocidad, dobló un cabo de la pequeña isla y se sumergió muy profundo. Me sorprendió que no se golpease contra el fondo rocoso de la ensenada, y me sorprendí aún más cuando pude sentir el flujo de una corriente más cálida. Surgía de lo que había pensado que no era sino un saliente en la roca.

Muy hábil por parte de Diego el contar con un sitio como éste. Sin duda, no iba a resultar divertido quedar­nos sentados en una cueva submarina todo el día -el he­cho de no respirar provocaba irritación pasada unas horas-, pero era mejor que reventar hecha cenizas. Te­nía que haber pensado como Diego. Pensar en algo más aparte de la sangre, quiero decir. Tenía que haber esta­do preparada para lo inesperado.

Diego continuó avanzando a través de una estrecha grieta en las rocas. Allí dentro estaba oscuro, negro como el carbón. A salvo. No podía seguir nadando -el espacio era demasiado estrecho-, así que avancé como pude, igual que Diego, trepando por la tortuosa abertura. Se­guí esperando a que se detuviese, pero no lo hizo. De re­pente me percaté de que estábamos ascendiendo de ver­dad, y entonces oí a Diego salir a la superficie.

Yo salí apenas medio segundo después que él.

La cueva apenas era algo más que un pequeño agu­jero, una madriguera del tamaño de un Volkswagen Es­carabajo, aunque no tan alta. Una segunda abertura con­ducía al exterior desde el fondo, y podía percibir el aire fresco procedente de aquella dirección. Distinguí la for­ma de los dedos de Diego repetida una y otra vez en la textura de las paredes de piedra caliza.

-Bonito lugar -le dije.

Diego sonrió.

-Mejor que la espalda de Fred elFreaky. -Eso no te lo discuto. Mmm. Gracias. -De nada.

Nos miramos en la oscuridad durante un minuto. Su semblante, relajado y tranquilo. Con cualquier otro, Kevin, Kristie o quien fuese de entre los demás, habría sido aterrador: el espacio reducido, la proximidad for­zosa. El modo en que podía oler su rastro a todo mí al­rededor. Eso habría significado una muerte rápida y dolorosa en cualquier instante. Pero Diego era tan sereno. Nada parecido a ningún otro.

-¿Qué edad tienes? -me preguntó de pronto.

-Tres meses, ya te lo he dicho.

-No me refería a eso. Supongo que la forma apro­piada de preguntártelo sería... mmm, ¿ qué edad tenías?

Me aparté, incómoda, cuando me di cuenta de que me estaba preguntado por rollos humanos. Nadie hablaba de eso. Nadie quería pensar en ello. Pero yo tam­poco quería poner fin a la conversación. Se trataba de que mantener siquiera una conversación era una expe­riencia nueva y distinta. Vacilé, y él aguardó con una ex­presión de curiosidad.

-Tenía, mmm, quince años, creo. Casi dieciséis. No me acuerdo del día... ¿había pasado mi cumpleaños? -Intenté hacer memoria, pero aquellas últimas sema­nas de hambre eran como una gran mancha borrosa, y los esfuerzos por conseguir aclararlas hacían que la ca­beza me doliese de un modo muy extraño. Negué con un gesto, lo dejé-. ¿Y tú?

-Acababa de cumplir los dieciocho -me dijo él-. Qué cerca.

-¿Cerca de qué?

-De salir -me dijo, pero no continuó. Durante un minuto se produjo un silencio incómodo y a continua­ción cambió de tema-. Lo has hecho realmente bien desde que llegaste -me dijo conforme iba recorriendo con la mirada mis brazos cruzados, las piernas encogi­das-. Has sobrevivido, has evitado atraer la atención inapropiada, estás entera.

Hice un gesto de indiferencia y me remangué la ca­miseta hasta el hombro, de forma que pudiese ver la lí­nea delgada e irregular que me circundaba el brazo.

-Este me lo arrancaron una vez -admití-. Me lo vol­vieron a poner antes de quejen lo pudiese flambear. Riley me enseñó cómo recolocármelo.

Diego sonrió de forma irónica y se tocó la rodilla de­recha con un dedo. Sus vaqueros oscuros cubrían la ci­catriz que debía de haber ahí.

-Le pasa a todo el mundo.

-Ouch -dije yo. El asintió.

-En serio. Pero como te estaba diciendo, eres una vampira bastante decente.

-¿Se supone que debería darte las gracias?

-Sólo estoy pensando en voz alta, intentando hallar­le el sentido a las cosas.

-¿A qué cosas?

Frunció ligeramente el ceño.

-A lo que está pasando en realidad. A qué pretende Riley, por qué sigue trayéndole a ella unos chicos tan al azar. Por qué a Riley no parece importarle si se trata de alguien como tú o de alguien como ese idiota de Kevin.

Sonaba como si él no conociese a Riley mejor que yo en absoluto.

-¿Qué quieres decir con alguien como yo? -le pregunté.

-Tú eres del tipo que Riley debería estar buscando, i de los listos, y no esa banda de malotes estúpidos que no deja de traer Raoul. Apostaría a que tú no ibas de buscona drogata cuando eras humana.

Me sentí incómoda ante la última palabra. Diego se quedó esperando mi respuesta, como si no hubiera dicho nada raro. Respiré hondo y volví a pensar.

-No andaba muy lejos -admití tras unos segundos de paciente observación por su parte-. No había llegado a eso, pero en unas pocas semanas más... -Me encogí de hombros-. Ya sabes, no me acuerdo de mucho, pero sí recuerdo que pensaba que no había nada más fuerte en este planeta que el hambre de antes. Ahora resulta que la sed es peor.

Se rió.

-Ni que lo digas, hermana.

-¿Y qué hay de tí? ¿No eras tú un jovencito fugitivo y problemático como el resto de nosotros?

-Oh, sí que era problemático, a base de bien. Dejó de hablar.

Pero yo también sabía quedarme sentada y esperar las respuestas a unas preguntas inapropiadas. Me limité a mirarle fijamente.

Suspiró. El olor de su aliento era agradable. Todo el mundo olía dulce, pero Diego tenía una pizca de algo más: alguna especia como la canela o el clavo.

-Intenté mantenerme lejos de toda esa mierda. Es­tudié mucho. Iba a salir del gueto, ya sabes, ir a la uni­versidad. Convertirme en alguien. Pero había un tío no muy diferente de Raoul: únete o muere, ése era su lema. Yo no quería ninguna de las dos opciones, así que me mantenía lejos de su grupo, tenía cuidado, seguía vivo.

Se detuvo y cerró los ojos.

Yo no había terminado de presionarle.

-¿Y?

-Mi hermano menor no tuvo el mismo cuidado. Estaba a punto de preguntarle si su hermano se ha­bía unido o había muerto, pero la expresión de su ros­tro hizo innecesaria la pregunta. Desvié la mirada, no sabía cómo reaccionar. La verdad es que no podía en­tender su pérdida, el dolor que aún le hacía sentir de una forma tan clara. Yo no había dejado atrás nada que añorase todavía. ¿Era ésa la diferencia? ¿Era ésa la razón por la cual él se detenía a pensar en unos recuerdos que los demás rehuíamos?

Seguía sin ver cómo encajaba Riley en todo aquello. Riley y la dolorosa hamburguesa con queso. Quería oír aquella parte de la historia, pero entonces me sentí mal por empujarle a responder.

Afortunadamente para mi curiosidad, Diego prosi­guió un minuto después.

-Me descontrolé, digámoslo así. Le robé un arma a un amigo y me fui de caza. -Se rió de forma siniestra-. No se me daba tan bien por aquel entonces, pero acabé con el tío que se cargó a mi hermano antes de que él me liquidase a mí. El resto de su gente me tenía acorralado en un callejón. Y luego, de repente, allí estaba Riley, en­tre ellos y yo. Recuerdo haber pensado que era el tipo más pálido que jamás había visto. Ni siquiera miró a los otros cuando le dispararon, como si las balas fueran mos­cas. ¿Sabes lo que me dijo? Pues esto:

« ¿Quieres una nue­va vida, chaval?».

-¡Ja! -Me reí-. Eso es mucho mejor que lo mío. To­do lo que yo obtuve fue: «Eh, chica, ¿quieres una ham­burguesa?».

Aún me acordaba del aspecto que Riley tenía aque­lla noche, aunque la imagen estuviese toda borrosa por­que mi vista era un asco en aquella época. Era el tío más bueno que había visto nunca, alto, rubio y tan perfecto, cada rasgo. Sabía que sus ojos habían de ser igual de bo­nitos debajo de las gafas de sol oscuras que no se quitó en ningún momento, y su voz tan agradable, tan dulce. Creí que sabía lo que deseaba a cambio de la comida, y también se lo habría dado. No porque fuese tan agrada­ble a la vista, sino porque no había comido nada excep­to basura en dos semanas. Y sin embargo, resultó que lo que quería era otra cosa.

Diego se rió con la frase de la hamburguesa.

-Debías de estar bastante hambrienta.

-Que te mueres.

-¿Y por qué pasabas tanta hambre?

-Porque fui estúpida y me largué huyendo antes de sacarme el carné de conducir. No podía conseguir un trabajo de verdad, y era una ladrona penosa.

-¿De qué estabas huyendo?

Vacilé. Los recuerdos se iban aclarando poco a poco conforme me iba concentrando en ellos, y no estaba se­gura de desear tal cosa.

-Venga, vamos -insistió-. Yo te he contado lo mío.

-Es cierto, lo has hecho. Vale. Estaba huyendo de mi padre, que solía zurrarme bastante. Es probable que le hiciese lo mismo a mi madre antes de que ella se larga­se. Yo era muy pequeña entonces y apenas me enteraba de nada. La cosa fue a peor y pensé que si esperaba de­masiado acabaría muerta. El me decía que si alguna vez me iba, me moriría de hambre. En eso tenía razón, lo único en lo que acertó en cuanto a mí se refiere. No pienso mucho en ello.

Diego hizo un gesto de asentimiento.

-Es duro recordar ese rollo, ¿verdad? Es todo tan confuso y oscuro.

-Es como intentar ver con barro en los ojos.

-Una buena comparación -me halagó; entrecerró los ojos como si estuviese intentando ver, y se los frotó.

Nos volvimos a reír juntos. Muy raro.

-Me parece que no me he reído con nadie desde que conocí a Riley -dijo él dando así voz a mis pensamien­tos-. Es agradable. Tú eres agradable, no como los otros. ¿Has intentado alguna vez mantener una conversación con alguno de ellos?

-No, en absoluto.

-No te estás perdiendo nada, que es a donde yo voy. ¿No disfrutaría Riley de un nivel de vida un poco más alto si se rodease de vampiros decentes? Si se supone que hemos de protegerla a ella, ¿no debería él buscárse­los listos?

-Así que Riley no necesita cerebros -razoné-. Nece­sita cantidad. Diego frunció los labios al valorarlo.




-Si se tratase de ajedrez, no estaría creando alfiles y caballos.

-No somos más que peones -caí en la cuenta.

Nos quedamos mirándonos el uno al otro durante un minuto eterno.

-Yo no quiero pensar eso -afirmó Diego.

-¿Qué hacemos entonces? -le pregunté, utilizando el plural de manera automática, como si ya formásemos un equipo.

Meditó sobre mi pregunta un instante, con aspec­to de estar incómodo, y lamenté aquella primera perso­na del plural. Pero entonces dijo:

-¿Qué vamos a poder hacer si no sabemos lo que está pasando?

Así que no le importaba lo del equipo, y eso me hizo sentir realmente bien, de un modo que no recordaba haberme sentido nunca.

-Supongo que mantener los ojos bien abiertos, pres­tar atención, intentar deducirlo.

Asintió.

-Tenemos que pensar en todo lo que nos haya di­cho Riley, en todo lo que ha hecho. -Hizo una pausa, pensativo-. Una vez intenté hablar con él sobre esto, pero a Riley no pudo haberle importado menos. Me dijo que me centrase en cuestiones de mayor relevan­cia, como la sed. Que por otro lado era lo único en lo que podía pensar entonces, por supuesto. Me hizo salir de caza y dejé de preocuparme...

Observé cómo pensaba en Riley. Tenía la mirada perdida mientras revivía el recuerdo, y yo tenía mis du­das. Diego era mi primer amigo en esta vida, pero yo no era el suyo.

De golpe, me volvió a sobresaltar su razonamiento.

-¿Qué hemos aprendido de Riley, entonces?

Me concentré y fui recorriendo mentalmente los tres últimos meses.

-La verdad es que no nos cuenta mucho, ya lo sabes. Sólo los fundamentos de los vampiros.

-Tenemos que escuchar con mayor atención.

Permanecimos sentados en silencio, valorando aque­llo último. Yo pensaba en lo mucho que aún ignoraba, principalmente, y en por qué no me había preocupado hasta ahora por todo lo que no sabía. Era como si hablar con Diego me hubiese aclarado las ideas. Por primera vez en tres meses, la sangre no era lo más importante.

El silencio se prolongó durante un rato. El orificio negro a través del cual yo había notado que entraba aire fresco en la cueva ya no era tan negro. Ahora era de co­lor gris oscuro y a cada segundo que pasaba se iba acla­rando de manera infinitesimal. Diego se percató de que lo observaba nerviosa.

-No te preocupes -me dijo-. En los días soleados se cuela aquí una luz muy tenue. No te hace nada -e hizo un gesto de indiferencia.

Escruté más de cerca la abertura en el suelo, donde el agua iba desapareciendo a medida que la marea bajaba.

-En serio, Bree. Ya he estado aquí abajo otras veces durante el día. Le hablé a Riley de esta cavidad y de que estaba llena de agua en su mayoría, y él dijo que era un buen sitio para cuando necesitase salir de esa casa de lo­cos. De todas formas, ¿tengo aspecto de haberme cha­muscado?

Vacilé al pensar en lo diferente que era su relación con Riley de la mía. Arqueó las cejas a la espera de una respuesta.

-No -dije finalmente-. Pero...

-Mira -me interrumpió con impaciencia. Reptó ve­loz para llegar al túnel y metió allí el brazo hasta el hom­bro-. Nada.

Asentí una vez.

-¡Tranquilízate! ¿Quieres que pruebe a ver hasta qué altura puedo llegar?

Fue metiendo la cabeza en el conducto conforme hablaba y empezó a ascender.

-No lo hagas, Diego. -Había desaparecido ya de mi vista-. Estoy tranquila, lo juro.

Se estaba riendo, y sonaba como si ya hubiese avan­zado varios metros por el túnel. Quería ir tras él, aga­rrarle del pie y tirar de él para traerlo de vuelta, pero es­taba petrificada por la ansiedad. Sería estúpido arriesgar mi vida para salvar la de un completo extraño. Pero no había tenido nada semejante a un amigo en la eterni­dad. A esas alturas ya iba a resultarme duro volver a es­tar sin nadie con quien hablar, tras una sola noche.

-No me estoy quemando1 -voceó desde arriba en tono de guasa- Espera... ¿Qué...? ¡Ah!

-¿Diego?

Atravesé la cueva de un salto e introduje la cabeza en el túnel. Su rostro estaba allí mismo, a centímetros del mío.

-¡Bu!

Retrocedí de un respingo ante su proximidad; un acto reflejo sin más, un viejo hábito.

-Muy divertido -dije con sequedad al tiempo que me apartaba y él se deslizaba de nuevo en el interior de la cueva.

-Chica, necesitas relajarte. Esto ya lo he investigado, ¿vale? La luz indirecta del sol no causa ningún daño.

-¿Me estás diciendo entonces que me puedo poner a la maravillosa sombra de un árbol sin que me pase nada?

Dudó unos instantes, como si se estuviese debatien­do entre contarme algo o no hacerlo, y entonces me di­jo en voz baja:

-Yo lo hice una vez.

Me quedé mirándole, a la espera de su sonrisa, por­que aquello era una broma. Ni rastro de ella.

-Riley dijo... -arranqué yo, y entonces mi voz se fue apagando.

-Sí, ya sé lo que dijo Riley -admitió-. Puede que Ri­ley no sepa tanto como él dice.

-Pero ¿y Shelly y Steve? ¿Doug y Adam? ¿Aquel chi­co pelirrojo? Todos ellos. Ya no están porque no regre­saron a tiempo. Riley vio las cenizas. -Las cejas de Die­go se juntaron en un gesto de tristeza-. Todo el mundo sabe que los vampiros de antaño tenían que permane­cer en ataúdes durante el día -proseguí- para proteger­se del sol. Eso es saber común, Diego.

-Tienes razón. Todos los relatos recogen eso, sin duda.

-Y de todas formas, ¿qué ganaría Riley encerrándo­nos en un sótano donde no llegase la luz, un gran ataúd colectivo, durante todo el día?




En español en el original (tv del t)



Lo que hacemos es de­moler la casa, y él tiene que ocuparse de las peleas, es un caos constante. No me puedes estar diciendo que Ri­ley disfruta con ello.

Algo de lo que dije le sorprendió. Se quedó sentado con la boca abierta durante un segundo; entonces la cerró.

-¿Qué?

-Saber común -repitió él-. ¿Qué hacen los vampi­ros metidos en ataúdes todo el día?

-Mmm... Ya, claro, se supone que dormir, ¿no? Aun­que yo me imagino que lo más probable es que se que­den ahí tumbados y aburridos, porque nosotros no... Vale, entonces esa parte es incorrecta.

-Exacto. En los relatos no están simplemente dor­midos, están totalmente inconscientes. No se pueden despertar. Un humano puede llegar tan campante y cla­varles una estaca, sin problema ninguno. Y ésa es otra: las estacas. ¿De verdad crees que alguien puede atrave­sarte con un trozo de madera?

Me encogí de hombros.

-La verdad es que no he pensado en ello. Es decir, supongo que no con un trozo normal de madera, obvia­mente. Puede que la madera afilada tenga algún tipo de... yo qué sé. Propiedades mágicas o algo así.

Diego resopló.

-Por favor.

-Vale, no lo sé. De todas formas, yo no me quedaría ahí quieta mientras un humano viene corriendo hacia mí con un palo de escoba afilado.

Diego -todavía con una especie de gesto de asco en el rostro, como si la magia fuera realmente algo tan le­jano siendo un vampiro- se puso de rodillas y empezó a rascar con los dedos la piedra caliza que había sobre él. Se le llenó el pelo de fragmentos minúsculos de piedra, pero él no se inmutó.

-¿Qué haces?

-Experimentar.

Escarbó con ambas manos hasta que pudo ponerse en pie, y siguió adelante.

-Diego, sal a la superficie y explota. Para ya.

-No estoy intentando... Ah, allá vamos.

Se produjo un fuerte crujido, y otro más a continua­ción, pero no hubo nada de luz. Se volvió a agachar, has­ta donde yo pudiera verle la cara, con el trozo de la raíz de un árbol en la mano blanca, muerta y seca bajo los te­rrones de arena. El extremo por donde la había partido formaba una punta afilada y desigual. Me la tiró.

-Clávamela.

Se la tiré de vuelta.

-Olvídalo.

-Lo digo en serio. Sabes que no puede hacerme nin­gún daño.

Volvió a lanzarme la raíz, describiendo un arco. En lugar de atraparla, le di un golpe para devolverla.

La agarró al vuelo y masculló:

-¡Cómo puedes ser tan... supersticiosa!

-Soy un vampiro. Si eso no demuestra que la gente supersticiosa tiene razón, entonces no sé yo qué lo de­mostrará.

-Muy bien, yo lo haré.

Sostuvo la raíz apartada de sí en un gesto dramático, el brazo extendido, como si se tratase de una espada y estuviese a punto de atravesarse.

-Venga ya -le dije inquieta-. Esto es estúpido.

-Ahí voy yo. A que no hay nada en juego.

Destrozó la raíz contra su pecho justo en el lugar donde antes le latía el corazón, con la fuerza suficiente como para atravesar un bloque de granito. Me quedé helada de pánico hasta que se rió.

-Tendrías que verte la cara, Bree.

Jugueteó con las astillas de madera rota entre los de­dos. La raíz destrozada cayó al suelo en añicos. Diego se sacudió la camisa, aunque ya estaba demasiado sucia de tanto nadar y excavar para que el esfuerzo le sirviese de algo. Ambos tendríamos que robar más ropa en la próxima oportunidad que se nos presentase.

-Quizá sea diferente cuando lo hace un humano.

-¿Lo dices por lo mágica que tú te sentías cuando eras humana?

-No lo sé, Diego -dije con exasperación-. Yo no me inventé todas esas historias.

Asintió, ahora más serio de repente.

-¿Y si las historias son exactamente eso? Un invento.

Suspiré.

-¿Y eso qué cambiaría?

-No estoy seguro, pero si vamos a analizar con dete­nimiento por qué estamos aquí, por qué Riley nos llevó hasta ella, por qué sigue haciendo más de nosotros, en­tonces tenemos que ser capaces de comprender tanto como nos sea posible -concluyó, y arrugó la frente, de­saparecido ya de su semblante todo rastro de risa alguna.

Yo sólo pude mirarlo fijamente. No tenía respuestas.

La expresión de sus facciones se suavizó un poco.

-Esto es de una gran ayuda, ¿sabes? Hablar de ello me ayuda a concentrarme.

-A mí también -le dije-. No sé por qué no había pen­sado jamás en esto. Parece tan obvio. Pero si nos ponemos juntos en ello... no sé. Me mantiene más encarrilada.

-Exacto. -Diego me sonrió-. Me alegro mucho de que salieses esta noche.

-No te pongas pasteloso conmigo ahora.

-¿Qué? ¿No quieres que seamos -abrió desmesura­damente los ojos y el tono de su voz se volvió una octava más agudo- IAEs? -y se partió de risa tras aquella expre­sión tan torpe.

Puse los ojos en blanco sin estar completamente se­gura de si se estaba riendo de lo que había dicho o de mí.

-Venga, Bree, por favor, sé mi íntima amiga para la eternidad.

Seguía de broma, pero su amplia sonrisa era natural y... optimista. Me ofreció la mano extendida.

Esta vez fui de verdad a chocarle los cinco y, has­ta que me cogió la mano y la sostuvo, no me percaté de que él había pretendido algo distinto.

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