No fue necesario esconder las motos, simplemente bastó con colocarlas en el cobertizo de Jacob. La silla de ruedas de Billy no tenía posibilidades de maniobrar por el terreno desigual que se extendía hasta la casa.
Jacob comenzó de inmediato a desmontar en piezas la moto roja, la que sería mía. Abrió la puerta del copiloto del Golf de modo que pudiera acomodarme en el asiento en vez de tener que hacerlo en el suelo. Mientras trabajaba, Jacob parloteó felizmente sin que yo tuviera que esforzarme mucho para mantener viva la conversación. Me puso al corriente sobre cómo le iban las cosas en su segundo año de instituto, y me contó todo sobre sus clases y sus dos mejores amigos.
—¿Quil y Embry? —le interrumpí—. Son nombres bastantes raros.
Jacob rió entre dientes.
—Quil es el nombre de una prenda usada y creo que Embry consiguió su nombre de una estrella de un culebrón. Pero no se les puede decir nada. Se lo toman mal si mencionas el tema, ¡y se te echan encima después!
—Buenos amigos, entonces —enarqué una ceja.
—No, sí que lo son. Sólo que no te metas con sus nombres.
En ese momento, se escuchó una llamada en la distancia.
—¿Jacob? —gritó una voz.
—¿Ése es Billy? —pregunté.
—No —Jacob dejó caer la cabeza y pareció sonrojarse bajo su piel morena—. Mienta al diablo —masculló—, y el diablo aparecerá.
—¿Jake? ¿Estás ahí?
La voz se oyó más cerca.
—¡Sí! —Jacob devolvió el grito y luego suspiró.
Esperamos durante un breve lapso de tiempo hasta que dos chicos altos de piel oscura dieron la vuelta a la esquina y llegaron al cobertizo.
Uno era enjuto y casi tan alto como Jacob. El pelo negro le llegaba hasta la barbilla y tenía la raya en medio. Un mechón le caía suelto a un lado de la cara y el otro lo llevaba remetido detrás de la oreja. El más bajo también era más corpulento. Su camiseta blanca se ceñía a su pecho bien desarrollado y desde luego se le notaba lo feliz que eso le hacía. Llevaba el pelo corto, a la moda.
Ambos se detuvieron de golpe en cuanto me vieron. El chico delgado deslizó la mirada rápidamente de Jacob a mí, y el más musculoso no dejó de observarme mientras una sonrisa se extendía lentamente por su rostro.
—Hola, chicos —Jacob los saludó con pocas ganas.
—Hola, Jake —contestó el más bajo, sin apartar la vista de mí. Tuve que corresponderle con otra sonrisa, a pesar de su mueca picara. Cuando lo hice, me guiñó el ojo—. Hola a todos.
—Quil, Embry, os presento a mi amiga, Bella.
Todavía no sabía quién era quién, pero Quil y Embry intercambiaron una mirada intencionada entre los dos.
—La hija de Charlie, ¿no? —me preguntó el chico musculoso al tiempo que me tendía la mano.
—Cierto —le confirmé, al estrechársela. Su apretón era firme, parecía que estaba flexionando sus bíceps.
—Yo soy Quil Ateara —me anunció presuntuosamente, antes de soltarme la mano.
—Encantada de conocerte, Quil.
—Hola, Bella. Soy Embry, Embry Call, aunque imagino que ya lo suponías —Embry sonrió con timidez y me saludó con una mano, que introdujo rápidamente en el bolsillo de los vaqueros.
Yo asentí.
—Encantada de conocerte, también.
—Y bien, ¿qué estáis haciendo, chicos? —preguntó Quil, sin dejar de mirarme.
—Bella y yo vamos a reparar estas motos —la explicación de Jacob era poco exacta, pero motos parecía ser una palabra mágica. Ambos se acercaron para examinar el trabajo de Jacob, asaeteándole con multitud de preguntas. La mayor parte de las palabras que usaron eran incomprensibles para mí, y supuse que había que tener el cromosoma Y para entender realmente todo aquel entusiasmo.
Estaban todavía inmersos en aquella charla sobre componentes y piezas cuando decidí que necesitaba regresar a casa antes de que Charlie apareciera por allí. Con un suspiro, me deslicé fuera del Golf.
Jacob me lanzó una mirada de disculpa.
—Te estamos aburriendo, ¿no?
—Qué va —no era una mentira. Estaba disfrutando—. Lo que pasa es que tengo que hacerle la cena a Charlie.
—Oh... Bien, terminaré de desmontar las piezas esta noche y averiguaré qué más necesito para poder reconstruirlas. ¿Cuándo quieres que volvamos a trabajar en ellas de nuevo?
—¿Puedo volver mañana? —los domingos eran la pesadilla de mi existencia. Nunca había trabajo suficiente para mantenerme ocupada.
Quil le dio un codazo a Embry e intercambiaron muecas.
Jacob sonrió encantado.
—¡Eso es genial!
—Podemos ir a comprar los componentes si haces una lista —sugerí.
El rostro de Jacob mostró una ligera decepción.
—Todavía no estoy seguro de que te vaya a dejar pagarlo todo.
Sacudí la cabeza.
—Nada de nada. Yo pondré los fondos para esto. Tú sólo tienes que aportar el trabajo y la maña.
Embry puso los ojos en blanco dirigiéndose a Quil.
—No me parece bien —Jacob sacudió la cabeza.
—Jake, si las llevo a un mecánico, ¿cuánto me costaría? —le señalé.
Él sonrió.
—Vale.
—Y eso sin mencionar las lecciones para aprender a montar —añadí.
Quil sonrió ampliamente a Embry y le susurró algo que no capté. La mano de Jacob salió disparada y golpeó la nuca de Quil.
—Ya está bien, largaos —masculló.
—No, de verdad, tengo que irme —protesté, dirigiéndome hacia la puerta—. Te veré mañana, Jacob.
Tan pronto como estuve fuera de su vista, escuché aullar a Quil y Embry, a coro:
—¡Uauuuuu...!
A lo que siguió el sonido de una buena refriega, salpicada con unos cuantos quejidos y gritos de dolor.
—Como a alguno de vosotros se le ocurra poner el pie por estos lares mañana... —escuché cómo les amenazaba Jacob.
Su voz se fue perdiendo conforme me alejaba entre los árboles.
Reí bajito y en silencio. Oírme a mí misma hizo que se me dilataran las pupilas, maravillada. Estaba riéndome, riéndome de verdad y allí no había nadie mirándome. Me sentía ligera, sin peso, tanto que volví a reírme, y esto hizo que la sensación durara un poco más.
Conseguí llegar a casa antes que Charlie. Cuando él entró, estaba sacando el pollo frito de la sartén y apilándolo sobre unas servilletas de papel.
—Hola, papá —le devolví una sonrisa rápida.
Antes de que pudiera recomponer su expresión, pude percibir la sorpresa que revoloteó por su rostro.
—Hola, cielo —dijo, con la voz insegura—. ¿Te lo pasaste bien con Jacob?
Empecé a llevar la comida a la mesa.
—Sí, claro.
—Bueno, eso está bien —todavía parecía cauteloso—. ¿Qué hicisteis?
Ahora era el momento de mostrarme prudente.
—Estuve allí, por el garaje, y le acompañé mientras trabajaba. ¿Sabes que está remodelando un Volkswagen?
—Ah, sí, creo que Billy mencionó algo.
Charlie tuvo que interrumpir el interrogatorio cuando empezó a masticar, pero no dejó de estudiar mi rostro durante la cena.
Cuando terminamos, anduve dando vueltas por allí, limpiando la cocina hasta dos veces y después hice los deberes despacito en la habitación de la entrada, mientras él veía un partido de hockey. Esperé tanto como pude, pero al final Charlie me recordó lo tarde que era. Como no le respondí, se levantó, se estiró y después se marchó, apagando la luz al salir. Le seguí sin muchas ganas.
Mientras subía las escaleras, esa sensación anormal de bienestar que había experimentado desde el final de la tarde se fue escurriendo de mi cuerpo, al tiempo que me iba invadiendo un miedo sordo ante lo que me tocaba pasar a partir de ahora.
Ya no me sentía aturdida. Esa noche volvería a ser, sin duda, tan terrorífica como la anterior. Me tumbé en la cama y me acurruqué en una bola, preparándome para el ataque. Apreté los ojos, bien cerrados y... la siguiente cosa que recuerdo es que ya era por la mañana.
Miré, sin podérmelo creer, la pálida luz plateada que se derramaba a través de mi ventana.
Había dormido sin soñar ni gritar por primera vez en más de cuatro meses. No podía decir qué emoción era más fuerte, si el alivio o el estupor.
Me quedé quieta en la cama unos minutos, esperando a que todo regresara de nuevo. Porque, sin duda, tenía que ocurrir algo. Si no el dolor, al menos el aturdimiento. Esperé, pero no pasó nada, y entonces me sentí más relajada de lo que me había sentido en mucho tiempo.
No confiaba en que aquello durara mucho. Me balanceaba en un equilibrio precario, resbaladizo, y no tardaría mucho en caerme. Sólo el hecho de estar mirando mi habitación con esos ojos súbitamente despejados, notando lo extraña que parecía, tan ordenada, como si nadie viviera allí, ya era peligroso de por sí.
Deseché aquel pensamiento y me concentré, mientras me vestía, en el hecho de que ese día vería a Jacob otra vez. La idea me hizo sentirme casi... esperanzada. Quizás todo sería como el día anterior. Quizás no tendría que volver a recordarme a mí misma cómo parecer interesada en las cosas o cómo asentir y sonreír en los momentos adecuados, del mismo modo que había estado haciendo durante todo este tiempo. Quizás... Aunque, de todos modos, no confiaba en que esto durara mucho. Tampoco podía confiar en que las cosas se desarrollaran como el día anterior, que fuera tan fácil. No me iba a permitir una decepción así.
Durante el desayuno, Charlie siguió mostrándose cauteloso e intentó ocultar el examen al que me sometía. Mantenía la vista fija en sus huevos revueltos mientras creía que no le miraba.
—¿Qué tienes previsto para hoy? —me preguntó, observando con insistencia un hilo suelto del borde de su manga e intentando simular que no prestaba atención a mi respuesta.
—Creo que saldré a dar una vuelta con Jacob otra vez.
Asintió sin levantar la mirada.
—Ah —comentó.
—¿Te importa? —fingí preocuparme—. Podría quedarme...
Alzó la mirada rápidamente, con una chispa de pánico en los ojos.
—No, no. Sigue con tus planes. De todas formas Harry se vendrá a ver conmigo el partido.
—Quizás Harry podría traerse a Billy —sugerí. Cuantos menos testigos, mejor.
—Es una gran idea.
No estaba segura de si el partido era la excusa para empujarme a salir, pero desde luego se le veía bastante entusiasmado. Se encaminó hacia el teléfono mientras yo recogía mi impermeable. Era perfectamente consciente del peso del talonario de cheques en el bolsillo de mi chaqueta. Jamás lo había usado hasta ahora.
Fuera, el agua caía como si se derramara de un cubo. Tuve que conducir a menos velocidad de la deseada —apenas veía lo que tenía delante de mí—, pero finalmente conseguí salir de las calles cenagosas en dirección a casa de Jacob. La puerta principal se abrió antes de que apagara el motor y él salió corriendo bajo un enorme paraguas negro.
Se asomó por encima de mi puerta cuando la abrí.
—Ha llamado Charlie diciendo que estabas en camino —explicó con una sonrisa.
Sin tener que hacer ningún esfuerzo y sin ninguna orden consciente, los músculos que rodeaban mis labios se contrajeron y respondieron a su sonrisa con otra que se extendió por mi rostro. Un extraño sentimiento de calidez me inundó la garganta, a pesar de la lluvia helada que se estrellaba contra mis mejillas.
—Hola, Jacob.
—Buena idea, hacer que invitaran a Billy.
Alzó su mano para chocar los cinco. Tuve que estirarme tanto para alcanzar su mano que se rió.
Harry apareció para llevarse a Billy sólo unos minutos después. Jacob me dio una vuelta por su pequeña habitación para enseñármela, mientras hacíamos tiempo para quedarnos a salvo de posibles supervisores.
—Bueno, ¿y adonde vamos, señor Buena Pieza? —inquirí, tan pronto como la puerta se cerró detrás de Billy.
Jacob sacó un papel doblado de su bolsillo y lo alisó.
—Empezaremos primero por el vertedero, a ver si tenemos suerte. Esto puede ser un poco caro —me avisó—. Esas motos van a necesitar un montón de piezas antes de que podamos ponerlas en marcha otra vez.
Como mi rostro no le pareció suficientemente preocupado, continuó:
—Estoy hablando quizás de más de cien dólares.
Saqué mi chequera, me abaniqué con ella y puse los ojos en blanco ante su rostro preocupado.
—Creo que nos alcanzará.
Resultó ser un día bastante extraño, ya que lo pasé realmente bien, incluso en el vertedero, bajo la lluvia y el fango que me llegaba hasta los tobillos. Me pregunté al principio si sólo era resultado de la desaparición del aturdimiento, pero no me satisfizo del todo la explicación.
Empezaba a pensar que se debía principalmente a Jacob. No era sólo que siempre estuviese tan contento de verme o que no me mirara de reojo, a la espera de que hiciera algo que me hiciese parecer loca o deprimida. No tenía que ver conmigo en absoluto.
Era el mismo Jacob. Simplemente, Jacob era esa clase de persona que siempre se muestra feliz, y que acarrea esa felicidad como un aura, llevándola a toda la gente que le rodea. Igual que un sol ceñido a la Tierra, sea quien sea el que entre en su órbita gravitacional, es irremediablemente atraído por su calidez. Para él, era algo natural, formaba parte de sí mismo. No resultaba tan extraño que estuviera deseando verle.
Incluso cuando se refirió al enorme agujero abierto en mi salpicadero, no me inundó el pánico como tendría que haber sucedido.
—¿Se te rompió el estéreo? —me preguntó.
—Así es —le mentí.
Hurgó un poco en la cavidad.
—¿Quién se lo llevó? Ha hecho un buen destrozo...
—Fui yo —admití.
Se echó a reír.
—Pues quizá sea mejor que no toques mucho las motos.
—Sin problemas.
Tal y como había dicho Jacob, probamos suerte en el vertedero. Se extasió al encontrar en ese lugar diversas piezas de metal retorcido ennegrecidas por la grasa. Me impresionó de veras que pudiera identificarlas.
Desde allí fuimos al Checker Auto Parts que había más abajo, en Hoquiam. Teniendo en cuenta la velocidad de mi coche, eso suponía más de dos horas de conducción en dirección sur por la sinuosa autopista, pero el tiempo pasaba cómodamente al lado de Jacob. Charloteaba sobre sus amigos y el instituto y me sorprendí a mí misma haciendo preguntas, pero no para disimular, sino realmente curiosa por saber las respuestas.
—Estoy llevando yo toda la conversación —se quejó, después de haberme contado una larga historia acerca de Quil y el problema en el que se habla metido al pedirle salir a la novia de un chico del último curso—. ¿Por qué no hablas ahora tú? ¿Qué tal va todo en Forks? Seguro que es más excitante que La Push.
—Qué va —suspiré—. En realidad, no pasa nada. Tus amigos son mucho más interesantes que los míos. Me gustan. Quil es muy divertido.
Frunció el ceño.
—A Quil también le gustas tú.
Yo me reí.
—Pues es un poco joven para mí.
El ceño de Jacob se acentuó.
—No es mucho más joven que tú. Sólo un año y unos meses.
Me dio la sensación de que ya no estábamos hablando de Quil. Mantuve la voz en un tono ligero, bromista.
—Seguro que sí. Pero considerando la diferencia de madurez entre chicos y chicas ¿no tendrías que contarlo en años similares a los de los perros? ¿Y eso qué me hace, unos doce años mayor?
Se rió al tiempo que levantaba los ojos al cielo.
—Vale, pero si te vas a poner picajosa con eso, también tendremos que considerar el tamaño. Eres tan pequeña que vamos a tener que descontarte diez años del total.
—Uno sesenta y cuatro está totalmente dentro de la media —bufé—. No es culpa mía que seas un fenómeno.
Bromeamos de esta guisa hasta Hoquiam, todavía discutiendo sobre la fórmula correcta para discernir la edad —perdí dos años más porque no sabía cambiar una rueda, pero gané uno por ocuparme de las cuentas de la casa— hasta que llegamos al Checker y Jacob tuvo que concentrarse en nuestro asunto otra vez. Encontró todo lo que quedaba en la lista y se mostró confiado en hacer grandes progresos con nuestro botín.
Cuando llegamos a La Push, yo estaba en los veintitrés y él en los treinta, porque, desde luego, no paraba de acumular habilidades.
Se me había olvidado incluso el motivo por el que estábamos haciendo esto. Pero, aunque me estaba divirtiendo más de lo concebible, no había dejado de ser fiel a mi deseo original. Todavía quería romper el trato. No tenía sentido, pero en realidad, no me importaba. Iba a intentar desafiar el peligro todo lo que pudiera sin salir de Forks. No estaba dispuesta a ser la única que sostuviera su parte del contrato, un contrato vacío. Aunque sin duda, pasar el tiempo en compañía de Jacob era un beneficio extra que no había previsto.
Billy aún no había regresado, así que no tuve que andar mintiendo sobre lo que habíamos estado haciendo durante el día. Tan pronto como colocamos todo en la lona de plástico que había al lado de la caja de herramientas, Jacob se puso a trabajar, sin dejar de charlar y reír mientras sus dedos rastreaban expertamente entre las distintas piezas que tenía delante.
La habilidad de Jacob con las manos era fascinante. Parecían demasiado grandes para lo delicado de las tareas que llevaban a cabo con soltura y precisión. Cuando trabajaba, tenía un aspecto grácil. No era así cuando lo veías de pie; entonces, su altura y sus pies enormes le convertían en un ser casi tan patoso como yo.
Quil y Embry no aparecieron, quizás porque se habían tomado en serio la amenaza de Jacob.
El día pasó con excesiva rapidez. Oscureció en los aledaños del garaje antes de lo que yo esperaba; entonces, escuché cómo nos llamaba Billy.
Salté para ayudar a Jacob a recoger las cosas, aunque dudaba de qué era lo que podía tocar.
—Déjalo ahí —dijo—. Volveré a trabajar con eso más tarde, esta noche.
—No vayas a dejar de hacer los deberes o cualquier otra cosa que tengas pendiente —le comenté, sintiéndome algo culpable. No quería que se metiera en problemas, ya que este plan sólo debía afectarme a mí.
—¿Bella?
Alzamos bruscamente la cabeza cuando la voz familiar de Charlie nos llegó de entre los árboles, cerca de nosotros.
—Corre —murmuré—. ¡Ya vamos! —grité en dirección a la casa.
—Vámonos —Jacob sonrió, disfrutando con excitación del complot.
Apagó la luz y por un momento me quedé ciega. Jacob me tomó de la mano y me sacó del garaje dirigiéndose hacia la casa entre los árboles. Sus pies encontraron con facilidad el camino. Sentí su mano rugosa, pero muy cálida.
Tropezamos a menudo en la oscuridad a pesar de caminar por el sendero. Aún nos reíamos cuando la casa apareció a la vista. No era una risa profunda, sino más bien ligera y superficial, pero no por eso menos agradable. Estaba segura de que él no había notado el matiz de histeria que teñía la mía. No estaba acostumbrada a reír, y me hacía sentir bien y al mismo tiempo muy mal.
Charlie nos esperaba de pie en el pequeño porche trasero y Billy estaba detrás, sentado en el umbral.
—Hola, papá —dijimos los dos a la vez y eso nos hizo romper a reír de nuevo.
Charlie me miraba con los ojos abiertos de par en par, unos ojos que relampaguearon al darse cuenta de cómo la mano de Jacob se cerraba sobre la mía.
—Billy nos ha invitado a cenar —dijo Charlie, en tono distraído.
—Mi receta ultra secreta para los espaguetis con carne, transmitida de generación en generación —dijo Billy en tono solemne.
Jacob bufó.
—La verdad, dudo que esa receta exista desde hace tanto.
La casa estaba atestada. También se hallaba allí Harry Clearwater con su familia: su mujer, Sue, a la que yo recordaba vagamente de mis vacaciones infantiles en Forks y sus dos hijos. Leah era un año mayor que yo. Hermosa al estilo exótico, con su piel cobriza perfecta, su cabello negro centelleante y las pestañas como plumeros; parecía preocupada. Cuando llegamos estaba colgada al teléfono de Billy y no lo soltó en ningún momento. Seth tenía catorce años y absorbía cada palabra que dijera Jacob, lo idolatraba con la mirada.
Éramos demasiados para la mesa de la cocina, así que Charlie y Harry trajeron sillas del patio y comimos los espaguetis con los platos apoyados en nuestro regazo, a la luz tenue que salía por la puerta abierta del cuarto de estar de Billy. Los hombres hablaron del partido; Harry y Charlie hicieron planes para ir a pescar. Sue le tomó el pelo a su marido con lo del colesterol e intentó, sin éxito, que consintiera en comer algo de color verde y con hojas. Jacob habló conmigo sobre todo y Seth le interrumpía rápidamente cada vez que se sentía en peligro de verse relegado al olvido. Charlie me observaba, intentando que no se le notara, con ojos complacidos, pero cautos a la vez.
Aquello era una caótico guirigay en el que todos hablábamos en voz alta a la vez, donde las carcajadas producidas por cada chiste interrumpían la historia de los demás. No tuve que hablar con frecuencia, pero sonreí mucho y sólo cuando me apeteció hacerlo.
No quería irme.
Sin embargo, estábamos en el estado de Washington y la inevitable lluvia terminó con la fiesta. La sala de estar de Billy era demasiado pequeña para permitir que continuara allí la reunión. Harry había traído a Charlie, por lo que nos volvimos juntos a casa, en mi coche. Él me preguntó cómo me había ido el día y le conté casi toda la verdad, que había acompañado a Jacob a comprar unas piezas y que después le había visto trabajar en su garaje.
—¿Crees que volverás a visitarle pronto? —me preguntó; intentó que no me diera cuenta de su interés.
—Mañana después de clase —admití—. Me llevaré los deberes, no te preocupes.
—Asegúrate de que sea así —me ordenó, aunque tratando de disimular su satisfacción.
Cuando nos acercamos a la casa, me puse nerviosa. No quería subir al primer piso. La calidez de la presencia de Jacob se estaba desvaneciendo y, en su ausencia, la ansiedad se incrementaba. Estaba segura de que no me iría de rositas con dos tranquilas noches de sueño seguidas.
Para retrasar un poco más la hora de acostarme, abrí el correo electrónico; había un nuevo mensaje de Renée.
Me contaba cosas sobre su día a día, el nuevo club de lectura que llenaba el hueco de las clases de meditación que acababa de abandonar, cómo le iba con la sustitución que estaba haciendo en segundo grado y cuánto echaba de menos a sus chicos de infantil. También me escribía sobre lo mucho que disfrutaba Phil de su nuevo trabajo de entrenador y que estaban planeando una segunda luna de miel en Disney World.
Me di cuenta de que estaba leyéndolo como si fuera el reportaje de un periódico, más que como el mensaje que alguien te dirige personalmente. Me inundó el remordimiento, dejándome un regusto desagradable después. Menuda hija estaba hecha.
Le contesté con rapidez, haciendo comentarios de cada una de las partes de su carta y añadiendo información de mi propia cosecha; le describí la fiesta de los espaguetis en casa de Billy y cómo me sentí mientras observaba a Jacob hacer algo útil con unas pequeñas piezas de metal, sobrecogida y algo envidiosa. No hice mención al cambio que supondría para ella esta carta respecto a las que había recibido en los últimos meses. Apenas podía recordar lo que le había escrito, ni siquiera la semana pasada, pero estaba segura de que no había sido muy comunicativa. Cuanto más pensaba en ello, me sentía más culpable. Seguramente la había preocupado mucho.
Me quedé mucho rato esa noche después de escribir, haciendo más tareas de la casa de las estrictamente necesarias, al suponer que ni la falta de sueño ni el tiempo pasado con Jacob —siendo casi feliz de una manera superficial— podrían apartarme de los sueños durante más de dos noches seguidas.
Me desperté chillando, con el grito sofocado contra la almohada.
Mientras la tenue luz de la mañana se filtraba a través de la niebla que había en el exterior de mi ventana, yací en la cama e intenté sacudirme los restos del sueño. Había una pequeña diferencia en la pesadilla de aquella noche y me concentré en ella.
No había estado sola en el bosque. Sam Uley, el hombre que me había recogido del suelo del bosque aquella noche en la que no podía pensar conscientemente, estaba allí. Era un cambio extraño, insospechado. Sus ojos oscuros me parecieron sorprendentemente hostiles, como si contuvieran algún secreto que no deseara compartir. Le miré tanto como mi frenética búsqueda me permitía, pero me hizo sentir incómoda el tenerle allí, añadido a todo el pánico que ya me era habitual. Quizás se debía a que cuando no le miraba directamente, mi visión periférica percibía la forma en que su silueta parecía temblar y cambiar. A pesar de todo, no hacía nada más que estar allí de pie y observar. No me ofreció ayuda, a diferencia del momento en que nos conocimos en la realidad.
Charlie me examinó durante el desayuno y yo intenté ignorarle. Suponía que me lo había merecido. No podía esperar que él no se preocupara. Probablemente tendrían que pasar semanas antes de que él dejara de aguardar a que regresara la zombi y yo simplemente debería intentar que no me molestara este hecho. Después de todo, también yo estaba vigilando el regreso de la zombi. Dos días no bastaban ni de lejos para proclamar mi curación.
En el instituto era justo lo opuesto. Ahora que yo sí estaba prestando atención, estaba claro que nadie me observaba.
Recuerdo el primer día que entré en el instituto de Forks, lo desesperadamente que deseé volverme de color gris, disolverme en el cemento mojado de la acera como un camaleón de gran tamaño. Parecía que sólo un año después había conseguido ver cumplido mi deseo.
Era como si no estuviera allí. Incluso mis profesores paseaban la vista por mi asiento como si se encontrara vacío.
Escuché mucho durante toda la mañana, pendiente una y otra vez de las voces que me rodeaban. Intenté captar de qué iban las cosas, pero las conversaciones me llegaban tan deslavazadas que lo dejé.
Jessica ni siquiera levantó la vista cuando me senté a su lado en mates.
—Hola, Jess —le dije, con una despreocupación que era puro cuento—. ¿Qué tal te fue el resto del fin de semana?
Ella me miró con ojos cargados de sospecha. ¿Estaría todavía enfadada? ¿O simplemente se sentía demasiado impaciente para tratar con una chalada?
—Divino —me contestó, volviéndose a su libro.
—Eso está bien —murmuré.
La expresión figurada «hacerle el vacío a alguien» parecía tener algo de literal en sí misma. Podía sentir el aire cálido circular desde los respiraderos, pero yo seguía teniendo mucho frío. Tomé la chaqueta del respaldo de la silla y me la puse otra vez.
Salimos tarde de la cuarta hora de clase y la mesa del almuerzo donde solía sentarme estaba llena en el momento de mi llegada. Mike estaba allí; también Jessica y Angela, Conner, Tyler, Eric y Lauren. Katie Webber, la chica pelirroja de tercer año que vivía al volver la esquina de mi casa, estaba sentada con Eric, y Austin Marks, el hermano mayor del chico del que obtuve las motos, estaba a su lado. Me pregunté cuánto tiempo llevaba sentado allí, incapaz de recordar si hoy era el primer día o algo que se había convertido en una costumbre habitual.
Empezaba a estar molesta conmigo misma. Parecía que me había pasado todo el último semestre empaquetada en bolitas de espuma de poliéster.
Nadie levantó la cabeza cuando me senté al lado de Mike, ni siquiera cuando la silla chirrió estridentemente contra el suelo de linóleo al apartarla para sentarme.
Intenté captar el hilo de la conversación.
Mike y Conner hablaban de deportes, así que rápidamente dejé de escucharles.
—¿Dónde está Ben hoy? —le estaba preguntando Lauren a Angela. Esto parecía mejor, por lo que presté atención. Me pregunté si aquello significaría que Angela y Ben todavía seguían juntos.
Apenas reconocí a Lauren. Se había cortado todo su sedoso pelo rubio maíz al estilo paje, tan corto que tenía la nuca afeitada como la de un chico. ¡Qué cosa tan horrible! Me pregunté el porqué. ¿Le habían pegado chicle en el pelo? ¿Lo había vendido? ¿Se habían puesto de acuerdo todas las personas con las que ella se había portado mal para atraparla en la parte de atrás del gimnasio y afeitarla? Decidí que no estaba bien juzgarla ahora, en base a mi opinión previa sobre ella. Por lo que a mí me constaba, podía haberse convertido en una persona estupenda.
—Ben ha pillado una gripe estomacal —contestó Angela, con su voz tranquila, calma—. Con suerte, se le pasará en cosa de veinticuatro horas. Anoche estaba realmente enfermo.
Angela también se había cambiado el peinado, porque las capas le habían crecido.
—¿Qué hicisteis vosotras este fin de semana? —preguntó Jessica, sin que por su tono de voz pareciera muy interesada en la respuesta. Hubiera apostado que no era más que un modo de abrir la conversación con el fin de que ella pudiera contar sus propias historias. Me pregunté si se atrevería a hablar de Port Angeles estando yo sentada a dos asientos de distancia. ¿Es que me había vuelto tan invisible que nadie se iba a sentir incómodo hablando de mí estando yo presente?
—Nosotros íbamos a ir de excursión el sábado, pero... cambiamos de idea —dijo Angela. Hubo un matiz peculiar en su voz que captó mi interés.
A Jess, no tanto.
—Pues qué pena —dijo, dispuesta a embarcarse en su propia historia. Pero yo no era la única que estaba prestando atención.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Lauren con curiosidad.
—Bien —continuó Angela, que parecía dudar más de lo habitual, aunque ella solía ser reservada por lo general—. Condujimos en dirección norte, hacia las fuentes termales. Hay un sitio ideal justo a un kilómetro del comienzo del sendero, pero vimos algo cuando estábamos más o menos a mitad de camino.
—¿Que visteis algo? ¿El qué? —las pálidas cejas de Lauren se alzaron a la vez. Incluso Jess parecía estar escuchando ahora.
—No lo sé —repuso Angela—. Creímos que era un oso. Era negro, pero parecía demasiado... grande.
Lauren bufó.
—¡Oh no, tú también! —sus ojos se volvieron burlones y decidí que no había que concederle el beneficio de la duda. Obviamente, su personalidad no había cambiado tanto como su cabello—. Tyler intentó colarme esa historia la semana pasada.
—Es imposible ver a un oso tan cerca de un centro turístico —coincidió Jessica, alineándose con Lauren.
—Pero es que lo vimos de verdad —protestó Angela con la voz baja y la mirada fija en la mesa.
Lauren se rió de ella. Mike aún estaba hablando con Conner, sin prestar atención a las chicas.
—No, tiene razón —intervine impaciente—. Precisamente el sábado pasado apareció un mochilero que también había visto el oso, Angela. Aseguró que era enorme y de color negro, y que se lo encontró justo en las afueras de la ciudad, ¿a que sí, Mike?
Hubo un momento de silencio. Cada par de ojos de los presentes en la mesa se volvió a mirarme, impresionado. Kate, la chica nueva, Katie, se quedó boquiabierta, como si hubiese sido testigo de una explosión. Nadie se movió.
—¿Mike? —murmuré, mortificada—. ¿Te acuerdas del tipo aquel que contó la historia del oso?
—Se-seguro —titubeó Mike después de un segundo. No sé por qué me miraba tan extrañado. Yo hablaba con él en el trabajo, ¿no? ¿O no lo hacía? Yo creía que sí...
Mike se recobró.
—Eh, sí, vino un tío que dijo que había visto un gran oso negro justo al comienzo del sendero, más grande que un oso pardo —confirmó.
—Bah —Lauren se volvió a Jessica, con los hombros rígidos y, para cambiar el tema de la conversación, preguntó—: ¿Os han contestado de la USC ?
Todos menos Mike y Angela miraron para otro lado. Ella me sonrió para tantear el terreno y yo le devolví la sonrisa.
—Así que, ¿qué hiciste el fin de semana, Bella? —preguntó Mike, curioso, aunque extrañamente precavido.
Todo el mundo, salvo Lauren, miró hacia atrás, esperando mi respuesta.
—El viernes por la noche Jessica y yo fuimos al cine en Port Angeles, y después yo pasé la tarde del sábado y la mayoría del domingo allí abajo, en La Push.
Las miradas iban de Jessica a mí y de mí a Jessica. Jess parecía irritada. Me pregunté si es que no quería que supieran que había salido conmigo o si es que deseaba ser ella quien contara la historia.
—¿Qué película visteis? —preguntó Mike, comenzando a sonreír.
—Dead End, aquella de los zombis —sonreí para infundirle valor. Quizás todavía podía arreglarse algo del daño que había hecho en los últimos meses, cuando yo misma me había comportado como un zombi.
—He oído que da mucho miedo, ¿es así? —Mike parecía deseoso de continuar la conversación.
—Bella se asustó tanto que tuvo que salirse al final —intercaló Jessica con una sonrisa maliciosa.
Yo asentí, intentando parecer avergonzada.
—Es que daba miedo de verdad.
Mike no paró de hacerme preguntas hasta que se terminó el almuerzo. Poco a poco, los otros volvieron a continuar sus propias conversaciones, aunque todavía me miraban mucho. Angela pasó la mayor parte del rato hablando con Mike y conmigo y, cuando me levanté para tirar los restos de mi bandeja, ella se incorporó también y me siguió.
—Gracias —me dijo en voz baja cuando ya estábamos lejos de la mesa.
—¿Por qué?
—Por intervenir, por apoyarme.
—No hay de qué.
Ella me miró con interés, pero no de forma ofensiva, en plan «se le ha ido la olla».
—¿Estás bien?
Éste era el motivo por el que había escogido a Jessica en vez de a Angela para ir al cine, aunque esta última me gustaba más. Era demasiado perceptiva.
—No del todo —admití—, pero me encuentro un poco mejor.
—Me alegro —contestó ella—. Te echaba de menos.
Lauren y Jessica nos alcanzaron en ese momento y escuché a Lauren susurrar de forma audible:
—Ay, qué alegría. Bella ha vuelto.
Angela puso los ojos en blanco cuando pasaron y me sonrió para darme ánimos.
Suspiré. Era como si todo volviera a empezar de nuevo.
—¿Qué día es hoy? —pregunté súbitamente.
—Diecinueve de enero.
—Mmm.
—¿Qué pasa? —inquirió Angela.
—Ayer hizo un año de mi primer día aquí —musité.
—Nada ha cambiado demasiado —murmuró Angela, mirando en dirección a Lauren y Jessica.
—Ya lo sé —asentí—. Eso mismo estaba pensando.
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