Shakespeare según un cultor de los films de ciencia ficción
Si William Shakespeare viviera ya habría planteado una demanda por difamación e injurias contra el productor y director Roland Emmerich, el libretista John Orloff y varios de sus asociados en la fabricación de esta película que sostiene que el célebre dramaturgo, poeta, director y actor teatral isabelino fue en realidad un falsario, un chantajista y hasta incluso un asesino. Con el dinero que obtendría de Emmerich, Sony Pictures y otros involucrados, probablemente hubiera podido retirarse a pasar sus últimos años en su natal Stratford upon-Avon antes de lo que lo hizo.
Naturalmente, si Shakespeare fuera nuestro contemporáneo no existiría controversia acerca de su identidad: una vez por semana lo estarían entrevistando en la BBC o en CNN. Y no existiría tampoco la larga tradición de atribuir sus obras a algún otro, llámese Francis Bacon, Ben Jonson o (como lo hace esta película) Edward de Vere, conde de Oxford. Cabe recordar de todos modos que la tesis del film no es un invento del director Emmerich y su libretista Orloff, sino que tiene una prosapia algo más ilustre: ha sido defendida desde, por lo menos, 1920, y existe una Sociedad Oxfordiana dedicada a buscar evidencia que la respalde debidamente.
Irónicamente, los responsables del film han encontrado por lo menos a un formidable actor shakespeareano que está de acuerdo con su tesis: Derek Jacobi aparece al comienzo del film como presentador en ropas modernas, y argumenta (con afirmaciones que incluyen varias inexactitudes) en favor de su postura revisionista. También está en el film Vanessa Redgrave (otra erudita shakespeareana) interpretando a la reina Isabel, pero nadie le ha pedido su opinión. Es probable que su respuesta contuviera algunos escepticismos.
Las razones por las cuales De Vere no pudo ser (o al menos dudosamenre fue) Shakespeare pueden ocupar varios tomos, y algunas de ellas han sido recogidas en una nota previa en esta misma página. Los errores históricos que cometen Emmerich y Orloff están circulando ya por todo Internet, y se parecen a los usuales en los que el cine industrial incurre cuando se ocupa de personajes y situaciones presuntamente reales. Anónimo no transcurre en el mundo real (ni siquiera el de la realidad isabelina), sino en un suburbio de Hollywood.
Hay que reconocer que lo hace con ingenio. Si se acepta que lo que se está viendo en la pantalla es una fantasía y no algo remotamente parecido a una historia real (digamos, una nueva versión de Los tres mosqueteros, donde, como se sabe, Luis XIII, Ana de Austria, Richelieu y el duque de Buc- kingham son personajes que existieron verdaderamente, aunque el operativo de D`Artagnan y sus amigos en pos de recuperar los aretes de la reina sea un invento de Alejandro Dumas) el resultado es vistoso y entretenido.
Tiene todo lo que cabe esperar de un folletín de época: algo de cine catástrofe (la película arranca con el incendio del teatro Globe), conspiraciones de palacio, amores ilícitos, asesinatos, parentescos inesperados, y una elaborada farsa con objetivos políticos muy concretos. Y la película no se equivoca, por lo menos, en la elección de alguno de sus villanos. El brillante y maquiavélico William Cecil (David Thewlis) y su hijo Robert (Edward Hogg) fueron realmente bastante parecidos a lo que el film sugiere: el auténtico poder detrás del trono de una reina Isabel que tenía bastante menos libertad de acción de la que le atribuye la leyenda. Cualquiera de los dos era capaz de perpetrar las maldades que el libreto les atribuye. El retrato de Shakespeare es, en cambio, literalmente falso e insultante.
Los profesores de historia y literatura, y hasta los meros ratones de biblioteca van a contemplar sin duda con una semisonrisa irónica y un enarcamiento de cejas varios de los giros anecdóticos del film, algo a lo que Emmerich ya debe de estar acostumbrado: antes pudo desconfiarse de sus extraterrestres que usaban algo parecido a Windows 95 en Día de la independencia, de su visión de la prehistoria en 10.000 A.C., de su inminente Edad del Hielo en El día después de mañana o de su particular lectura de las profecías mayas en 2012. Pero hasta ellos disfrutarán de la calidad del elenco y los esmeros con que, efectos de computadora mediante, el film reconstruye el Londres isabelino o moviliza masas que llenan el ojo cuando la cámara las recoge en tomas aéreas. De alguna manera (típico de Emmerich) el film funciona a nivel de placer culpable, pero convendría que a los liceales les explicaran que la historia verdadera fue otra historia.
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